Uno de los grandes problemas que ha sufrido la arqueología a lo largo de los siglos ha sido el afán destructivo por parte del hombre, enfrentado a los restos de civilizaciones anteriores a él desde muy diversas actitudes: admiración, desprecio o simple pragmatismo, dependiendo de la época, la formación o los intereses respectivos. Siempre ha habido gente capaz de emocionarse ante los logros de sus antecesores en el tiempo, que ha buscado a través de ellos identificar sus claves emocionales, aprender o nutrirse. Mucha otra ha utilizado las ruinas como canteras de material barato, propiciando con frecuencia su total desaparición. Una tercera categoría ha mirado a la antigüedad con afán ideológico y, o bien la ha anulado para demostrar su superioridad como cultura, o la ha ensalzado para beber de ella y justificar determinadas actitudes. Los grandes regímenes totalitarios del siglo XX son buen ejemplo de ello. Finalmente, están quienes ven en las obras del ayer una fuente de enriquecimiento ilícito, un factor de contaminación ideológica, o un elemento de presión frente a eventuales enemigos y la opinión pública. Hablo del expolio y el comercio de antigüedades, de la intransigencia política o religiosa, del uso del pasado como escaparate desde el que mostrar al mundo ciertos posicionamientos, habitualmente extremos. El saqueo del museo de El Cairo, o la destrucción de los Budas de Bamiyan (Afganistán) y de las ruinas de Palmira (Siria), son algunos de los casos más graves y recientes, que conmocionaron al mundo, incapaz de reaccionar al respecto, a pesar de las numerosas cartas y convenciones internacionales suscritas en diversos momentos de la historia contemporánea para, precisamente, proteger el patrimonio de la humanidad en zonas de conflicto. De gran trascendencia en este sentido será, sin ningún género de dudas, la creación en 2016 por parte de la UNESCO, en el marco de su coalición con Unite4Heritage, de los Cascos Azules de la Cultura, integrados por especialistas en patrimonio cultural, historiadores del arte, conservadores y restauradores salidos de los carabinieri italianos, que intervendrán bajo petición en aquellos Estados que atraviesen una crisis política o hayan sufrido una catástrofe natural, a fin de valorar los daños sobre su patrimonio cultural, planificar operaciones para salvaguardarlo, ofrecer asistencia técnica a los especialistas locales, y colaborar con ellos en el transporte y protección de los bienes afectados, el control del saqueo y el comercio ilícito.

Italia, en este sentido, es cara y cruz de la misma moneda. Cuenta probablemente con los servicios policiales más efectivos en la lucha contra el expolio y el comercio ilegal de antigüedades, quizás porque los sufre de manera sistemática dada su extraordinaria riqueza patrimonial y la acción a veces enfrentada de diversas asociaciones delictivas muy bien organizadas, de mucho alcance y muy pocos escrúpulos. Como consecuencia, pueden admirarse allí algunas de las más grandes realizaciones del hombre en el campo de la cultura, y se asiste periódicamente a desastres y agresiones a ese mismo patrimonio difíciles de explicar en uno de los países más ricos y desarrollados del Primer Mundo. El hundimiento de algunas casas de Pompeya, o la acción permanente de los tombaroli son bien ilustrativos; pero yo hablo ahora de otro yacimiento: la villa romana de Faragola, en Ascoli Satriano, al sur, en pleno corazón de la Puglia, excavada desde 2003 por un equipo de la Universidad de Foggia dirigido por Giuliano Volpe, actual Presidente del Consiglio Superiore per i Beni Culturali e Paesaggistici del Ministerio de Cultura italiano. Su cubierta, de unos tres mil metros cuadrados, ignífuga y verdaderamente modélica por lo que suponía de protección del conjunto, adecuación para la visita y evocación de su volumetría y sus ambientes, acaba de ser convertida en cenizas tras un incendio de dimensiones apocalípticas que podría no haber sido fortuito, sino provocado, quizá incluso mediante explosivos. Las detalles últimos se desconocen (la investigación acaba de empezar), pero, de momento, si hay alguien detrás de este crimen contra la historia de la humanidad, no sólo habrá terminado de golpe con uno de los recursos económicos potenciales más importantes y seña de identidad de los habitantes de la zona, provocando de paso daños irreparables en un yacimiento de enorme trascendencia y gran riqueza material --curiosamente tiene uno de sus mejores paralelos, aun cuando modesto, en la villa romana de El Ruedo (Almedinilla, Córdoba)--, sino también con el trabajo, las ilusiones y la moral de un nutrido grupo de arqueólogos, reducidos también ellos a ceniza, heridos en el alma.H

* Catedrático de Arqueología UCO