Puedo comprender que se ame a los animales. Puedo comprender, y comprendo, que ese amor conduzca a detestar la tauromaquia. Pero no admito que esa querencia se transforme en el deseo de la muerte de un hombre, ni en su celebración miserable, como ha ocurrido con el torero Iván Fandiño. Los animalistas pueden ponerse como quieran, pero no es igual atropellar a un hombre que atropellar a un perro. Parece increíble, pero en la España del año 2017 todavía es necesario aclarar esto. La equiparación, en plan justicia poética, entre la muerte lamentable de un torero y el sacrificio de un animal noble como el toro, hace un flaco favor a la causa animalista. Si estos jueces severos y espontáneos de la realidad creen que el crimen -para ellos- de torturar y matar a un toro merece la pena de muerte, me imagino que también serán partidarios de la pena de muerte en general. ¿O eso no lo han pensado? Si para estos elementos el toreo es tan deplorable como para pedir la muerte del ejecutor, qué cabría esperar de esos juzgadores ante un auténtico crimen. Y si quienes han firmado estos tweets brindan, implacables y eufóricos, por la muerte de un hombre, y piden el mismo destino para cualquier torero, también quienes se sientan ofendidos por eso podrían hacer algo más que «cagarse en sus muertos», como ha escrito Francisco Rivera Ordóñez en esa red social. Convivencia y derecho. Nos hemos polarizado en todo. No es sólo el toreo: por la Semana Santa, en la religión, la política y hasta un cartel de feria, hay mucha gente dispuesta a partirse la cara. Los toros me interesaron un tiempo, por el personaje de Manolete. Sin esta maldad, sería un debate interesante. Afortunadamente, no todos los antitaurinos son homicidas en potencia. Poner la muerte de un hombre a la misma altura del sacrificio de un animal, aunque no se esté de acuerdo, es un disparate que condena nuestra naturaleza. Esto no es defender a los animales, sino el ser humano convertido en basura.

* Escritor