Ettore Scola dirigió La Familia en 1987. No fueron precisamente unos pimpollos los protagonistas de este largometraje, sino unos primeros espadas de la filmografía europea. Ahí estaba el gran Vittorio Gassman -es un elogio manido, pero hay actores que se merecen automatizar dicho tic-. Le acompañaban en el elenco Fanny Ardant, Philippe Noiret y Stefania Sandrelli, indisolublemente asociada a la vital activista de Novecento.Desconozco cuál sería la aproximación actual del señor Scola para afrontar la filmación de esta película, porque el elemento conector de la misma es el pasillo de una señera vivienda, y por ese corredor se enlazan durante ochenta años las vivencias de una familia italiana. Hoy las casas se achican, y caen los pasillos en detrimento de los lofts, vindicando la extraña privacidad de lo diáfano.

Menguan los pasillos pero no así un vocablo que, curiosamente, ha favorecido un pugilato en las negociaciones para firmar un cambio de ciclo en la Presidencia andaluza. La modernidad es la familia, para la que algunas fuerzas postulan una Consejería en exclusiva, mientras que otras la sitúan en el centro de todas las órbitas del bienestar social. No es extraño que un derroche de exaltación pueda pasarse de frenada, como la euforia de los ingleses ante su supuesta invención de una leche vegana de chufas, lo cual debe tomarse redundantemente a chufa cualquier valenciano, indicándole a los británicos que lo único que tienen que hacer es traducir la horchata al inglés. Si algo puede tener de novedoso, por parte de este futurible Gobierno de coalición, será la puesta en valor de la institución más longeva del mundo; la ONG más efectiva y la que, al mismo tiempo, lixivia muchas de nuestras miserias.

Si hay anuncios de higiene íntima femenina que inquieren a qué huelen las nubes, hoy se imposta refrescar a qué evoca la familia. Y aquí puedes hartarte de cánones y transgresiones: La familia es el fotomatón de la matriarca con el pelo cardado y unos churumbeles alineados como los hermanos Dalton, con las gafas de pasta de un padre succionado de los corifeos de una película de Marisol; es la alienación cósmica de los cuñadísimos, que despliegan una vanidad doméstica, la única donde, en muchas ocasiones, aún se les puede fiar. La que entronca instintivamente con ocho apellidos italianos -el de Corleone nunca puede fallar-, manos histriónicas y albóndigas con salsa pomodoro, para juramentar que, a pesar de las rencillas, la ropa sucia es en casa donde se ha de lavar. El aval fiduciario de los yayos, los verdaderos garantes de que, con ese cariño a fondo perdido, durante estos años de crisis no todo se haya ido al carajo. El remar a contracorriente de los eufemismos, practicado por aquellos a los que también se les atraganta vocalizar España, y no han oreado suficientemente nuevas nociones de familia desde la transversalidad.

Puede que las gaviotas naranjas se apunten un tanto, porque las castañas del fuego las seguirá sacando la familia, y su eco político será una bicoca con potencial rédito electoral. Maquiavélicamente, la familia es la vuelta del calcetín de la ley de Dependencia, cambio de vocablos para santiguarse con el ahorro público del parné. Más allá de tontos prejuicios, hay campo para la entente familiar: No se van a desapolillar operaciones Plus Ultra, ni aconejar el vecindario con un revival de las Doce Tribus, pero tampoco es derechón fomentar una ayudita a la natalidad; y proteger a una institución que, con o sin pasillos o paseíllos, seguirá dando mucho que hablar.

* Abogado