La palabra Navidad es stricto sensu un acrónimo de Natividad, que significa sencillamente nacimiento. Pero sabemos que esta palabra, Navidad, se ha exclusivizado al campo semántico de un niño que nació hace dos mil y pico de años, en un lugar desconocido, de padres emigrantes, que no tuvieron nada más que un pesebre para poder acogerlo y acostarlo.

A propósito de este hecho histórico y cultural, he querido reflexionar (bajo las luces que hermosean de magia y de belleza las calles de nuestra ciudad) si tengo razones -o calidad intelectual- para ignorar y negar reconocimiento a este influencer (lo que sucedió antes de su nacimiento y lo que sigue sucediendo después), y que gracias a ese niño, que inventó la Navidad, nuestra civilización está enriquecida con el acerbo más descomunal de obras de arte, arquitéctonicas, literarias, pictóricas, musicales, escultóricas... ¿Tenemos razones válidas para ignorarlo pretendidamente, incluso para negarnos a pronunciar el nombre de este niño histórico, Yeshúa -su nombre en Arameo-, que en esta Navidad se nos hace presente en la memoria universal, con la llamada, cada año actualizada, para un encuentro singular, desde los significados latentes que comporta su presencia histórica y su presencia actual en nuestros pueblos y ciudades y en nuestras vidas?

Porque es un fenómeno maravilloso el que, desde entonces, se reproduce todos los años en el planeta que habitamos: si en estos días -en las fechas conmemorativas del nacimiento de este niño- pudiéramos mirar a nuestro planeta desde la distancia, con el telescopio de la fantasía, veríamos que los humanos que lo habitamos (en todas las latitudes, tras todas las fronteras, entre todos los mares y en cualquiera de los lugares habitables) se han puesto en movimiento, con orientación centrípeta hacia sus núcleos originales, buscando el calor de los hogares y expresando con besos, con abrazos, con simbólicos regalos, con risas y sonrisas compartidas (y con llantos también compartidos y acompañados), los deseos mejores para todos, a impulsos del amor, el cariño, la ternura, la generosidad, la añoranza... Y dejándonos el testimonio, aunque muchos no lo sepan ni conozcan la existencia histórica de ese Niño -o no quieran reconocerlo por respetables motivos personales- dejándonos el testimonio de que la familia es el corazón que hace latir -y permite seguir viviendo- a toda la humanidad.

Así nos lo enseñaron en nuestra infancia, tal como lo intenta hacer sentir y saber la religión con la que fuimos amamantados en el hogar de nuestra propia familia humana, en la que en estos días celebramos, con una unión entrañable y especial, la alegría de la nueva Natividad.

* De la Real Academia de Córdoba