Al comenzar mi actividad como docente aún se fumaba en las clases, incluso se le permitía a los alumnos de cursos superiores, en particular a los de COU. No he sido fumador, tampoco un intolerante con quienes lo son, pero entendía que no debía trabajar en un espacio lleno de humo y menos si los responsables eran menores de edad. No había establecida normativa alguna, eran los inicios de la Transición y todo, o casi todo, se politizaba. En consecuencia, cuando comuniqué que en mis clases no se fumaba, y además obligaba a mantener las ventanas abiertas si en la hora anterior se había fumado, algunos pusieron el grito en el cielo y su argumento en mi contra consistía en que yo no era demócrata porque no les daba libertad. Me impuse, y entonces me pidieron poder fumar al menos en los exámenes (por aquello de los nervios) pero también me negué, de nuevo se me dijo que era un intransigente. Confundían la democracia y la tolerancia con una norma de pura higiene y que beneficiaba a todos cuantos compartíamos el aula. A lo largo del curso mis alumnos se convencieron de mis razones, y sobre todo de que no tenían ninguna razón al calificar mi posición como contraria a la democracia y a la libertad.

Y es que a lo largo de los meses siempre que pude les puse ejemplos sobre el significado de ambos términos y del error que suponía tener falta de rigor en su uso. Años después, en otro centro, cuando se estableció la norma de que los menores de edad no podían salir del recinto a lo largo del horario lectivo, recuerdo que algunos consideraron que la adopción de tal medida convertía a los Institutos en cárceles o en campos de concentración. Para contrarrestar esa falta de rigor les leía las palabras de Primo Levi, superviviente del campo de concentración nazi de Auschwitz y autor de una obra clave sobre ese mundo: Si esto es un hombre, porque al haber vivido esa experiencia afirmaba en una entrevista que le producía repugnancia cada vez que veía escrito o escuchaba que tal fábrica o tal escuela eran un campo de concentración, porque en ellas, afirmaba, no hay hornos crematorios, porque de una y otra se podía salir.

La situación política de Cataluña también está llena de falta de rigor y de excesos verbales dañinos. Y no es algo coyuntural. Desde hace muchos años el nacionalismo catalán, como cualquier otro, ha desarrollado un lenguaje victimista, en el que por encima de todo se trataba de achacar los males de Cataluña a lo que venía de fuera, es decir, de España (perdón, en su lenguaje habría que decir del Estado español). Ya se habían olvidado de aquellos tiempos del tardofranquismo en los que hablábamos de libertad, amnistía y estatuto de autonomía, y que esto último se expresaba con la mirada puesta sobre todo en Cataluña. Tampoco se acuerdan del reconocimiento explícito que hacía uno de los doce puntos de la Junta Democrática acerca de «la personalidad política de los pueblos catalán, vasco y gallego». Asimismo, ha pasado a mejor vida aquella pintada en la que debajo de la reivindicación de que hubiese un obispo catalán alguien escribió que «como somos mayoría lo queremos de Almería». Afirman que España les ha robado, pero no hay duda de que ciudadanos españoles no catalanes han contribuido de manera determinante al desarrollo económico de Cataluña. En esta escalada de excesos ahora vemos que se habla de fascismo o de represión. Son palabras que desvirtúan la realidad, puesto que el Estado de Derecho se defiende de la agresión sufrida, lo que ocurre es que los independentistas, al igual que hacía el fascismo, han elaborado un discurso en el que ellos son los agredidos. Y la guinda la puso Pablo Iglesias cuando recurrió a la expresión «presos políticos», como si no supiera con claridad cuándo y en qué condiciones cabe utilizar ese término.

* Historiador