Al igual que el de otros países de la vieja Europa, el presente español de 2019 se encuentra conturbado, según la opinión dominante en los medios más influyentes, por el fantasma de un nada descartable paralelismo a la pesarosa coyuntura de los años treinta de la centuria pasada. En la raíz de tan lancinante como inexacto cotejo se encuentra la errónea similitud entre las secuelas de la Gran Depresión de octubre de 1929 con las de la muy notable crisis de septiembre de 2007. Si desacertadas fueron, conforme a la interpretación susomentada, las medidas adoptadas para remontar la gran hondonera con la que se cerró en Occidente la breve y eufórica etapa de «los felices veinte», de idéntica forma se visibilizan hodierno las implementadas por los gobernantes y autoridades financieras para sacar la economía occidental a flote y devolverla a sus parámetros anteriores al otro otoño negro de 2007, también comenzado, como no podía de ser menos, en los todopoderosos Estados Unidos.

En tal tesitura es lógico que la primera potencia europea, Alemania, remecida de fond à comble en los orígenes de su ayer más inmediato por el impacto de la Gran Depresión, encabece el clima pesimista que oblitera en la actualidad una respuesta creativa y enérgica a la atmósfera de desencanto que cada día se adentra más en los entresijos de la conciencia europea, con grave peligro, incluso, de parálisis del protagonismo de las generaciones juveniles; en las que sin duda alguna --comencemos a ser optimistas...-- anidará la réplica exitosa a un desafío de muy honda latitud, pero en modo alguno mayor que el de otros que decidieron, un día entre los días, el porvenir de las mujeres y hombres que nos precedieron en el curso de la Humanidad.

Pero si en el gran país germano resulta hasta cierto punto natural la formación de dicho contexto, no lo es o, en todo caso, en grado mucho menor en casi todas las restantes naciones europeas, recorridas en buen número durante los «treinta» por las corrientes totalitarias y triunfantes en cifra muy considerable. Pese a alhacarientos agoreros, el hundimiento de las clases medias no se ha producido de manera efectiva e insuperable en ninguna de ellas por más que los populismos de distinto signo muestren en su solar un crecimiento en verdad alarmante. El espíritu, el ejemplo y el talante de la mesocracia europea descubre en esta sin duda hora impactante de su multisecular trayectoria una vitola capaz de afrontar sin temores su comparación con la de sus mejores épocas. Múltiples episodios así lo testan. El desfonde parcial de la democracia representativa va hallando una esperanzadora respuesta del lado de los sectores juveniles, más allá de revueltas y algaradas callejeras. Los grandes partidos que escribieron el áureo capítulo de la segunda postguerra mundial --la social democracia y la democracia cristiana--, consolidados justamente por su feliz réplica al monstruo totalitario, no dejarán caer el testigo antes de entregarlo a nuevas hornadas, identificadas en lo esencial con el ideario y talante que preservaron, en momentos cruciales, el legado más acrisolado de la civilización occidental.

A su vez, estas generaciones lograrán que la salud material de sus comunidades recupere sustancialmente el nivel anterior a la crisis de 2007. Mediante un esfuerzo tenaz y la sabia --aunque difícil, por supuesto-- incorporación de las aportaciones migratorias, el nuevo modelo laboral que está ya en diseño muy avanzado permitirá mirar al futuro inmediato con perspectivas más halagüeñas que las existentes a la fecha.

Más señales de ventura se sobreponen a las sombras de un presente descrito con negros y casi apocalípticos caracteres en las semanas finales del invierno de 2019.

* Catedrático