Si hay algo que nunca parece que vaya a extinguirse en el capitalismo son los eufemismos. El pobre Marx, cuando hablaba de la propiedad de los medios de producción, seguramente no vislumbró un mundo en el que cualquier autónomo con una bici y una mochila, o un mac de segunda mano, -o un contrato de profesor asociado de 400 euros mensuales en una universidad pública, que para el caso es lo mismo- es considerado un profesional liberal cuya iniciativa debe celebrarse cual magnate de Silicon Valley.

Más fácil es congratularse hablando de altas tasas de emprendeduría catalana como hacía el president Torra en uno de sus tuits, o celebrar como hacen todos los gobiernos de turno la subida de la ocupación veraniega, ese pan para hoy y hambre para mañana perpetuo de la economía española. Pero detrás de esta niebla de palabras lo que se esconde es la voluntad de tapar el problema de fondo, y es que la sociedad ha normalizado la externalización de los costes sociales hacia los trabajadores.

Los precarios son también falsos autónomos, solo que en lugar de tener siempre el mismo pagador se ganan la vida haciendo de jornaleros de la medicina, la hostelería, el transporte, el periodismo, el derecho o las tecnologías de la información, generalmente a precios/hora que hacen imposible llegar al salario mínimo, pero que ni los empleadores ni los clientes están dispuestos a pagar mejor. O son personas con contratos endebles cuya alternativa es la nada.

Margaret Thatcher vendió la moto de que lo único que impedía a cada persona ser rica era la falta de esfuerzo. Un discurso para tuertos que se niegan a ver, en un reino de ciegos que nos traen la comida o atienden a nuestros mayores, y a los que los sindicatos no acaban de atender, anclados como siguen en viejas formas de organización que ignoran a quienes el sistema repite insistentemente que su «libertad» como pequeños emprendedores, o su «seguridad» como contratados precarios los convierte en auténticos privilegiados.

* Periodista