Quienes pueden presumir de poseer una elevada sensibilidad estética, tienen también mayores posibilidades de gozar en la contemplación de las obras de arte, incluso aunque apenas hayan cultivado su virtuosísima aptitud. ¡Qué placer ante una pintura de Modigliani!, ¿verdad? Pero, ¿y si es falsa? ¡Vaya fiasco! Pues justamente es eso lo que experimentó el público de una exposición dedicada al maestro expresionista italiano en el Palacio Ducal de Génova, donde, para desesperación de expertos, galeristas y críticos, se ha verificado la falsificación de un tercio de los cuadros expuestos. Aunque en esta ocasión el escándalo ha sido mayúsculo, lo cierto es que la adulteración de obras de arte es relativamente habitual, viene de antiguo y, desde luego, el fraude no se limita a la estafa de crédulos e ingenuos aspirantes a blasonar de ilustrados. El valor artístico y el comercial no acostumbran a caminar juntos; aún menos durante el apogeo de las vanguardias a principios del siglo pasado, cuando los más excelsos creadores permanecían abocados al desprecio y a la miseria y muchos, como el propio Modigliani, no llegaron a disfrutar las mieles del éxito. El caso de Van Gogh, hundido en la locura y la pobreza, es paradigmático, ya que sus obras alcanzan hoy el máximo precio cuando salen al mercado, pero... ¿cuántas de sus pinturas corresponden realmente a su autoría? ¿Tal vez es uno de esos artistas que, como se afirmó de Modigliani, pintó más muerto que vivo?

El acceso a la cultura debiera ser universal, pero sus potenciales beneficios económicos, ni ayer ni hoy se distribuyen equitativamente; solo una ínfima parte llega a los creadores. El plagio, usurpación de toda la vida, y la piratería, una opción moderna, son también atractivas alternativas para vivir de la trampa.

* Escritora