Las dos primeras cosas que compré por mí mismo fueron un portaminas y un reloj con cronómetro. El reloj lo llevé puesto durante seis años seguidos, quitándomelo únicamente para exhibir con orgullo la marca blanquísima en la muñeca. Debió de entrarle humedad y las agujas fueron cubriéndose de óxido hasta que se paró, deteniendo su propio tiempo. El portaminas me ha acompañado desde 1997, con extrema fidelidad. O tal vez el fiel he sido yo, por haberlo llevado conmigo mientras cambiaba todo lo demás. Era de madera de arce, besado de rojo, con mina de 1,4 (una mina para salvajes, que no se rompe al apretar, más blanda e irreductible que la de un lápiz) y un depósito como de revólver, donde se guardaban las minas. Tengo un código muy estricto sobre lo que debe escribirse con lápiz o con tinta (que no obedece a más lógica que mi capricho sobre lo que tiene o no condición fugaz), y siempre llevo un lápiz como un samurái su wakizashi junto a la katana (que para mí sería la estilográfica). Mi portaminas me calmaba un terror muy concreto: echar mano de la pluma y que no escribiera, o estuviera dañada y manchando, que es una estampa patética.

El diseño era casi perfecto, y con los años lo he ido viendo aparecer, en materiales más ricos que el mío, en otras mesas y manos. Cuando lo veo en gente que admiro, se ensancha la corriente de simpatía. Cuando aparece cerca de gente que desprecio, me afecta cierta angustia, cierta compasión, y sobrevuela el impulso de echármelo al bolsillo y liberarlo. No me di cuenta del tiempo que llevábamos vivido juntos, como no aprecia uno las arrugas en la frente del amigo que ve a diario, hasta que en 2011 decidí comprar un bolígrafo compañero al portaminas, este con su madera intacta todavía. La del portaminas se había ido apagando, gastada por el uso, ya más piel que madera. La del bolígrafo lucía su rojo intenso. Creo que las cosas deben usarse hasta su destrucción, sin reserva alguna de su uso para ocasiones especiales. Existe belleza en que algo se deteriore por el punto que debe, y se vaya revelando su valor, desnudo ya de oropeles. Esta costumbre hizo que alguna temporada que otra pasara sin verlo: se quedaba traspapelado en alguna maleta, en el estuche que no era, en un bolsillo de chaqueta o enganchado a algún cuaderno. Tardaba en preocuparme como imagino que tardan en preocuparse los dueños de un gato golfo cuando esquiva un par de noches.

Nos mudamos hace unos meses y el portaminas, con su más joven bolígrafo, no aparece por ninguna parte. Pasé un tiempo esperando su espontáneo descubrimiento, y luego he ido repasando cajas y bolsillos y cremalleras y cajones con creciente desesperación, constantes los raptos de inspiración en los que, como un loco, dejo lo que estoy haciendo para volver a comprobar un mueble o una maleta, falsamente convencido de que ahí pudiera haberlo dejado, volviendo contrariado poco después. Y aquí me tienen: en Navidad, más viejo y echando de menos un trozo de madera.

* Abogado