No hay como echar mucha tierra de por medio para olvidar lo que te duele: a la vez que te alejas en el espacio también vas dejando atrás, más allá de la memoria, todas esas cosas que te hostigan y te hacen el tiempo invivible.

Por delante están los nuevos paisajes, otras personas, vidas con las que tropiezas y que se entrecruzan azarosamente; todo ello va cubriendo de polvo y maleza el pasado y termina protegiendo tu corazón. Tardé en llegar a Oporto, pero la capital de los tripeiros me recibió con la indiferencia y el punto cruel, incluso atroz, que necesitaba. Estoy solo, sin referencia ninguna, y tres días por delante para olvidar y reconstruir mis cimientos derruidos por el estrés incesante. No he bebido oporto ni devorado francesinhas; sí he pateado la ciudad de cabo a rabo y practicado el poco portugués que me han enseñado durante este curioso viaje a ninguna parte.

Venir a este rincón de la Península Ibérica es un viaje en el tiempo solo interrumpido por el paso de los grupos de españoles adocenados que aporrean la ciudad con esas gargantas furiosas e insidiosas que te devuelven al presente. Los portugueses querrían ser españoles para adelantarse a su futuro y para disfrutar de los inconvenientes de una vida más rápida. En cuanto pueden, muchos se acercan hasta Tuy o Ayamonte a comprar en un Mercadona y echar gasolina a mejor precio. Lógicamente, los españoles venimos aquí exactamente por todo lo contrario, si bien cuidamos de llenar el depósito del coche justo antes de cruzar lo que antes era la frontera, ahora ya una línea tan borrosa y permeable que parece solo virtual.

La principal razón de esta huida mía hacia el pasado es buscar un poco de la lentitud perdida cuando dejé de hacer solo aquello que me apetecía en aras de conquistar las metas que se suponía debía conseguir. Siempre me gustó la vida lenta y pausada, con tiempo suficiente para saborear cada sorbo y preparar el siguiente bocado. Pero vivir despacio no encaja con esta religión dominante que sacraliza la optimización de todo esfuerzo y la economía del tiempo. También yo he caído en las redes de esta nueva secta destructiva que ve como algo bueno el producir mucho y quemarlo tan pronto como sea posible.

Córdoba, desde aquí, verdaderamente se dibuja como una ciudad triste, lejana y sola. Ahora que estoy a punto de volver a mi vida, este coche grande, a galope tendido, parece sentir en mi pie derecho que no deseo llegar de vuelta a mi pasado. Me esperan muchas miradas, docenas de ojos entre expectantes y despectivos. Algunos querrán destruirme. Yo mismo no sé qué será lo mejor para mí. Entretanto, tendré que decidir algunas tonterías como dónde paso la Navidad y el Fin de Año, qué coche me compro en sustitución de mi gastado C4, o si voy a abandonar ya por completo y para siempre el arriesgado deseo de compartir mi vida y resignarme a seguir viajando.

La verdad es que no he salido de Córdoba: un grupo de amigos me invitó a unirme a una locura de excursión a Oporto en una furgoneta de nueve plazas, pero en el último minuto me dio miedo y decidí quedarme. Y me quedé atrás. Viajar en grupo, aunque todos seamos grandes amigos, es como pasar una temporada en la casa de Gran Hermano que, por supuesto, es mucho más peligroso que la vida real para el equilibrio emocional y la salud mental.

Me han regalado muchas fotos del viaje y me han traído una botella de amarguinha, que es justo lo que su propio nombre indica, y que se me antoja la perfecta metáfora para esta larga Navidad que me espera. Sin ti. Quizás no pueda verte de nuevo hasta bien entrado el 2018. O quizás no quieras volver a verme. Espero con ansia ese día: tenemos tantos sitios a donde no ir juntos...

* Profesor de la UCO