Cumplimos estos días el 80 aniversario de los inicios de aquel éxodo masivo, intensificado en los últimos momentos de la Guerra Civil, en el que miles de republicanos españoles se vieron abocados a traspasar las fronteras del país, dirigiendo sus pasos a lo que iban a convertirse en los lugares de acogida de un exilio que nunca pensaron que terminara siendo permanente.

Desde el trágico paso de la frontera pirenaica de la población civil en los últimos días de enero de 1939, entre cuyos contingentes se encontraba A. Machado fallecido pocas semanas después en Colliure, muchos de ellos internados en los campos de Argelés-sur-mer, Agde, Bacarés, Gurs, etc., hasta los que se dirigieron a algunas ciudades de la costa norafricana (Orán, Argel, Bizerta, Casablanca, Kenitra) y que también sufrirían la dureza de los campos como los de Suzzoni, Bogard, Djelfa, pasando por los que arribaron a las diversas repúblicas del continente americano, por solo señalar algunos de los destinos principales del exilio, todos ellos constituyen un complejo mosaico en el que cada una de su piezas no es sino la expresión de los sufrimientos, de las esperanzas, de la odisea de quienes abandonaban el país huyendo de las tropelías represivas y de las amenazas del nuevo estado franquista.

Odiseas que, en parte, ya conocemos suficientemente gracias a la memoria de quienes las contaron y a la propia investigación histórica, de las que pueden ser significativas las que vivieron los embarcados en el Stambruck o el Lezardrieux con destino a los puertos argelinos, la de los marineros republicanos que fondearon los restos de la escuadra en el puerto tunecino de Bizerta, o las del Sinaia y el Ipanema que arribarían a la mejicana Veracruz, la del Winnipeg, viaje gestionado por Pablo Neruda que llevaría a los republicanos a la chilena Valparaíso, entre otros muchos, y cuyos trayectos terminaron conduciendo a miles de españoles al México de Lázaro Cárdenas, al Chile de Aguirre Cerda, a la Cuba de Laredo y a las demás naciones hispanas. Todas estas historias y memorias jalonan la triste realidad de unos españoles derrotados, humillados, que abandonaron todo lo que habían construido durante sus vidas y que se aprestaron a intentar integrarse en las nuevas patrias de acogida, probablemente, confiando más en sus propios esfuerzos, en sus capacidades intelectuales, profesionales o laborales que en los inseguros y, con frecuencia, precarios apoyos que pudieron recibir de los servicios republicanos de ayuda a los exiliados.

Es difícil aún calcular con exactitud cuántos andaluces formaron parte de esta España peregrina a la que se refiriera J. Bergamín, pero no menos de 45.000 hubieron de recalar en aquella coyuntura de posguerra fuera de nuestras fronteras y cuyo delito, como el de tantos otros españoles, había sido ser fieles a la legalidad constitucional, haber combatido en defensa de la República o vivido en zonas que hasta finales de marzo de 1939 estuvieron bajo control gubernamental. Entre ellos muchos cordobeses, los más personas anónimas, encuadrados en las diversas unidades militares derrotadas al final de la guerra, pero también terminaron abandonando el país algunos de los más ilustres hijos de nuestra tierra empezando por el propio presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, profesores, arquitectos, intelectuales, médicos, artistas, etc.

Conocidos son los casos del historiador Jaén Morente, del arquitecto Azorín Izquierdo, de los creadores literarios P. Garfias y Juan Rejano, del filósofo y canónigo Gallegos Rocafull, del poeta, maestro y alcalde de Córdoba Eloy Vaquero, del periodista Vázquez Ocaña, pero lo son menos algunos que también encontraron un reconocido prestigio, como son los casos del maestro libertario José de Tapia Bujalance, difusor de las técnicas pedagógicas Freinet, del pintor expresionista Antonio Rodríguez Luna, del jurista y diplomático Antonio Porras Márquez, del dermatólogo José M. Rioboo del Río, de la fisióloga Serafina Palma Delgado, del neumólogo Alfredo Fernández Albendin, del agrónomo Alejandro Cabello, o finalmente, del inspector de enseñanza y pedagogo Antonio Ballesteros Usano. Todos ellos entregaron lo mejor de su enorme capacidad en el mundo de la ciencia, de la cultura, del arte en las nuevas sociedades en las que terminaron integrándose que supieron drenar en su beneficio todo un caudal de conocimiento que la brutal dictadura franquista había impedido que diera sus frutos en una sociedad que se aprestaba a sufrir lo que significaban las llamadas «políticas de la victoria». La difusión de todas y cada una de las dimensiones históricas del exilio republicano, cuando se cumplen 80 años de su inicio, más que la de la propia narrativa generada en torno a su memoria siguen siendo una asignatura pendiente que los historiadores tenemos obligación de abordar.

* Historiador