No existe la vida sin la muerte. No sería emocionante, ni nos plantearíamos vivirla intensamente, si no tuviéramos la certeza de su final. No es negociable, ni hay pacto alguno con el diablo que nos evite morir. Por eso el carpe diem nos impone vivir cada momento como si fuera el único y no existiría la premura por amar, ni la fruición por vivir.

Pero ocurre que esa certeza de muerte a veces llega como el invitado inesperado que lo hace para quedarse sin remedio. Me impactó aquella película de Anthony Hopkins que es visitado por la muerte, protagonizada por Brad Pitt, y resulta que este se acostumbra a la vida y hasta cae rendido en el amor terrenal. Al final ocurre lo previsto.

El caso es que cuando esa muerte nos visita con certeza plena y es insoportable la poca vida que nos queda, no entiendo las razones por las que alguien pueda cuestionar la libertad de despedirnos unos minutos antes. Los suficientes como para no sufrir lo intolerable; como para no hacer sufrir a los que nos rodean, como para no desear unos cuidados inservibles, extenuantes, que generan más dolor que la propia muerte. Esa frase de «ya ha descansado» lo resume todo.

Si podemos en cualquier momento de plenitud quitarnos la vida, con un sorbito de veneno, o precipitándonos desde un sexto piso, no entiendo por qué quien esté en una situación terminal, sufriendo inhumanamente y en muchas ocasiones sin la más mínima dignidad - la que se necesita para vivir (vivir no es solo pulso y latido en el corazón)-, no puede decidir libremente poner punto final al dolorosísimo tiempo tasado que le reste. Nadie debiera impedirlo ni cuestionarlo, y menos por creencias religiosas.

La ley de eutanasia que acaba de aprobar el Parlamento y que esperemos refrende el Senado, uniéndonos a los países avanzados que ya la tienen, regula de manera muy garantista el derecho a morir, como correlativo al de vivir dignamente.

Hay que ser mayor de edad, sufrir «una enfermedad grave e incurable» o «un padecimiento grave, crónico e imposibilitante» que impida valerse por uno mismo, o que conlleve «un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable». Solo puede solicitar la ayuda el paciente, siempre por escrito, y «debiendo estar el documento fechado y firmado y dejar constancia de la voluntad inequívoca”. Además de pasar un doble filtro médico y que el enfermo, hasta en cuatro ocasiones, ratifique su voluntad inequívoca de morir.

Siendo así, ¿cómo puede alguien creer que está legitimado para mandar en la muerte ajena? Mi sufrimiento es mío, como la vida que viví, y mía la hora de decir adiós.

* Abogada