La realidad es dolor con su piel de frontera. La ley es el imperio de nuestra convivencia, tanto como el derecho natural con su luz primigenia sobre los elementos que nos cortan la vida o la fecundan. Y la ley, como el arte, siempre es una imitación imperfecta de la vida. Por eso no es delito suicidarse y sin embargo sí lo es ayudar a que alguien se suicide: porque en la colisión entre el derecho a la vida y la igualdad de derechos, se ha primado hasta ahora el derecho a la vida. Pero ese mismo derecho se convierte en una obligación, en una imposición, si quien quiere morir no tiene capacidad física para hacerlo por sí mismo. Y mientras, se vulnera el derecho fundamental a la igualdad entre todos los ciudadanos: porque quien puede poner fin a su vida por sí mismo, lo hace; y quien no, es condenado por la moral ajena a permanecer hundido en su dolor de vivir. Ángel Hernández, el hombre acusado de haber ayudado a morir a su esposa, María José Carrasco, en libertad sin medidas cautelares desde el jueves, ha vuelto a poner de actualidad un debate que estamos retrasando y que no debería quedar expuesto a nuestra cansina retórica partidista. Tenemos -teníamos- a una mujer que sufría esclerosis múltiple en fase terminal, sometida a un nivel de sufrimiento corporal y psíquico que no puede imponerse a nadie; pero también tenemos aquí a un esposo que se ha entregado a la prueba de entrega más definitiva, como cooperador necesario en su suicidio y grabándolo, para que no haya dudas acerca de su participación, porque no quiere esconder nada. Es una imagen dura: le tendió un vaso con una pajita y pentobarbital sódico. Ángel lo ha grabado porque deseaba que la gente viera el sufrimiento y el abandono que padecía su esposa. ¿Quieres morir? No puedes. Nuestra moral te lo impide. Eso sí: tu sufrimiento te lo tragas tú. La cuestión supone un reto que no se puede dejar en el arcén del dolor ajeno, mientras la gente se juega la cárcel por compasión y amor.

* Escritor