Las elecciones municipales del próximo domingo son importantes para la vida diaria de los ciudadanos. El espacio más inmediato en el que desarrollamos nuestras relaciones sociales es el municipio y, siquiera sea por esa razón, el sentido que demos al gobierno municipal determina el funcionamiento de cuestiones imprescindibles de nuestra vida. Los que optamos por un modelo compartido del espacio público, por una gestión redistributiva de los recursos municipales, por una cultura que genere pensamiento libre y crítico, por unos barrios más integrados, tenemos claro cuál es nuestra opción.

Sin embargo, sin menoscabo de la importancia de lo anterior, estamos asistiendo en un segundo o tercer plano a la campaña de las elecciones europeas. Y no podemos permanecer impasibles ante ello. La elecciones europeas de 2019 son las más importantes a los que nos enfrentamos en estos momentos de incertidumbre global y de crisis de un modelo social que nos ha permitido vivir en paz y progreso ininterrumpido desde finales de la II Guerra Mundial. El siglo XIX y el siglo XX conocieron el protagonismo de los Estados nacionales y el discurso de los nacionalismos y etnicismos como un cauce para ofrecer soluciones locales a problemas que ya entonces eran globales. El refugio en la raza y en el terruño vino a ser el camino para tratar de ofrecer a las masas la respuesta a todos sus males. De ahí se paso al odio nacionalista y étnico y también a la dialéctica del orden y la fuerza como eje sustentador de una política de limitación de las libertades en aras de la seguridad y el bienestar de los propios frente a los extraños.

El resultado de esta quimera nacionalista ya lo conocemos. La destrucción, el horror y la muerte que conllevó la II Guerra Mundial alcanzó niveles que ninguna maldad humana había imaginado hasta entonces. El infierno en Europa se hizo una realidad a la que contribuyeron más que nadie esos políticos que llevaron la política nacionalista, excluyente, egoísta como seña de identidad para conducir a sus pueblos a las más altas cotas de miseria y sufrimiento.

Conscientes de aquel desastre y sobre las ruinas aún de una Europa destruida, en la ciudad de Messina en 1955 Gaetano Martino convocó a varios ministros de exteriores europeos para fundar las bases de la que sería la Comunidad Económica Europea, dando así respuesta institucional al proyecto político nacido cinco años antes de la mano de Schuman, Adenauer, Monnet, Churchill, Gasperi y otros. Cada uno albergaba seguramente un propósito y una razón política en atención a intereses nacionales, pero todos tenían claro que el camino de reconstrucción de Europa no podía continuar la senda de los intereses exclusivos de la nación. Solo un proyecto conjunto podría conducir a mayor prosperidad y paz, en un continente que tenía tras de sí una historia preñada de guerra y sufrimiento provocadas por las fronteras, las razas y los intereses particulares. Aquel proyecto dio paso a la mayor prosperidad y paz que ha conocido Europa en toda su historia. Con errores y carencias, algunas de gran calado, el proyecto llegó hasta 2008 en el que la crisis económica y social de un modelo de capitalismo ha empezado a hacer saltar las costuras de esa Europa.

El egoísmo de una parte importante de la política y la sociedad británica, la complicada adaptación de los países del este, los miedos de las clases populares masacradas por la crisis, la llegada de oportunistas en busca de sus intereses depredadores... todo este conjunto de miserias han puesto sus ojos en culpables imaginados a los que achacar todos los males: el inmigrante, la libertad, la democracia, el laicismo y, por supuesto, Europa, la Europa fuerte y unida. Ese modelo de libertades, estado social, redistribución de recursos, cultura, es ahora visto como enemigo por el ultraliberalismo de Trump y del nuevo imperialismo de Putin. No es de extrañar entonces que un excolaborador de Trump, Steve Bannon, esté de gira permanente en Europa colocando sus peones en cada país para fomentar una lucha feroz que acabe con el sueño de una Europa unida.

Por eso es fundamental votar el próximo domingo y votar por aquellos partidos que sigan creyendo en Europa, que sigan defendiendo los valores que nos han permitido vivir en paz y progreso, con sus sombras, pero con muchas más luces. Hemos olvidado el significado de la palabra guerra pero es más fácil de lo que se piensa llegar a ella. Nuestro voto debe ser un voto por la paz que ha representado Europa y un rechazo a la miseria que nos trajo siempre el racismo, el nacionalismo y el «orden» de unos pocos.

* Catedrático Universidad de Córdoba