Las elecciones europeas del próximo domingo 26-M son de gran importancia por dos razones: la primera porque el Parlamento Europeo (PE) tiene un protagonismo cada vez mayor en la UE, y la segunda por la amenaza que representan los partidos populistas de diverso signo, que cuestionan la propia existencia de la Unión. Respecto a la relevancia del PE, es cierto que, si bien no es todavía un auténtico poder legislativo (comparte esa competencia con el Consejo), sí se va asemejando a una cámara parlamentaria (con capacidad para aprobar el presupuesto común y nombrar al presidente de la Comisión Europea).

Respecto al avance del populismo, nos encontramos por primera vez en la historia de la UE ante la amenaza cierta de que los partidos populistas obtengan una cantidad suficiente de escaños como para condicionar la política europea. El objetivo de estos partidos no es avanzar en el proyecto de integración europea, sino socavar sus cimientos y bloquearlo para retornar a las esencias nacionalistas, ya que confían más en la soberanía de cada Estado que en la gobernanza supranacional de la UE para hacer frente a los grandes desafíos del siglo XXI.

Es el populista un discurso de mensajes simples (propuestas fáciles a problemas complejos) y emocionales (activando el miedo al futuro, mitificando el pasado, manipulando la historia, provocando reacciones victimistas frente a imaginarias amenazas internas o externas...). El populismo contrasta con el racional discurso europeísta sobre el que se ha construido la UE, síntesis de lo mejor de las tradiciones socialdemócrata, liberal y democristiana. Y es precisamente en su racionalidad donde radica la dificultad que tiene el europeísmo para neutralizar el discurso populista por la vía de los argumentos y el debate. Esa dificultad se debe al hecho de que, desde sus inicios, la UE ha sido un proyecto siempre en construcción, nunca acabado, ni en lo que se refiere a sus fronteras (abiertas a la adhesión de nuevos países) ni a sus políticas (impregnadas de una vocación integradora sin límites). Es además un proyecto construido a partir de Estados con identidades nacionales muy arraigadas, lo que le obliga a legitimarse por sus resultados, tal como son percibidos por la ciudadanía. Nunca un francés, un italiano o un alemán, por poner tres ejemplos, se cuestiona la existencia de su respectivo Estado-nación, mientras que los europeos siempre nos estamos cuestionando la existencia de la UE.

Ello explica los cambios que se producen en el estado de ánimo de los europeos respecto a la UE y que se manifiesta en las distintas ediciones del Eurobarómetro. Después de estar bajo mínimos en los momentos peores de la crisis económica, se han recuperado ahora hasta alcanzar porcentajes de apoyo similares a los de antes de 2008. En el último Eurobarómetro (mayo 2019), solo un 20% de los europeos valora negativamente la existencia de la UE, mientras que diez años antes (2008, en plena crisis económica) esa valoración era la inversa.

No obstante, el apoyo de la ciudadanía a la UE es siempre crítico y condicionado a la eficacia de sus políticas. Por ello, las autoridades de Bruselas se esmeran, no siempre con acierto, por explicar bien sus acciones. A ello no contribuye la tendencia de los gobiernos de los Estados Miembros (EE.MM.) a atribuirse los éxitos de la UE y a europeizar las dificultades, cuando son corresponsables de ambas cosas.

En todo caso, no es fácil explicar las acciones de la UE. Y no lo es porque es un sistema político complejo. No es una federación de estados, tampoco una confederación, aunque con rasgos de ambas, y tiene también mucho de cooperación intergubernamental, con un entramado institucional de difícil comprensión.

Además, hay que decir que la UE dispone de un presupuesto que apenas alcanza el 1% del PIB de los EE.MM. Pero aun así, la UE tiene un efecto multiplicador, ya que con poco hace mucho, como en el milagro de los panes y los peces. Y no sólo con las políticas comunes (como la PAC), sino mediante la cooperación intergubernamental en educación, medio ambiente, justicia... O en la moneda única (pendiente de avanzar hacia la unión económica y monetaria).

Por ello, vale la pena apoyar el proceso de construcción europea, ya que es de los pocos proyectos capaces de unir a los europeos para afrontar los grandes retos de la globalización (cambio climático, cohesión social, seguridad interior, defensa, revolución digital, gestión de los flujos migratorios...).

Europa merece nuestro voto en las elecciones del próximo domingo. En ellas se dirime entre seguir avanzando en el proceso de integración o retroceder a posiciones nacionalistas que tanto daño han causado a Europa y que pensábamos superadas, pero que el populismo y el nacionalismo excluyente ponen de nuevo ante los ojos de los europeos.

* Catedrático de Sociología IESA-CSIC