Pablo Iglesias es un hombre al encuentro de su propio cuerpo. Una semana después de los Goya lo vuelvo a ver en esa foto, embutido en su esmoquin, con el cuello forzadamente echado hacia delante, como si se le acabara de caer el collarín marxista y estuviera al acecho de un discurso más socialdemócrata y afable. Veo esa imagen, con Pedro Sánchez, Alberto Garzón y él, y no es que me parezcan los menos elegantes, sino que el mero intento conlleva un mensaje de claudicación. Pedro Sánchez es un hombre cumplidor: como había que llevar un abanico rojo, en denuncia del abuso sobre las mujeres, va el tío y llega con una corbata roja más chillona aún que el abanico. Pedro Sánchez parece siempre un muchacho en edad de merecer, que no perdona un detalle en su empeño imposible del encanto total. Si hubiera sido una recepción en el Santiago Bernabéu se habría vestido de blanco, a pesar de su pasado con el Estudiantes. Siempre quiere agradar, y no se puede ni en política ni en la vida cruda. Alberto Garzón estaba, pero no se le veía, era el hombre del traje gris sin la gracia de la canción de Sabina ni el existencialismo en Momo: algo parecido a lo que viene ocurriendo con su estatura política, reducida a la invisibilidad desde que entregó su partido a la fagocitación de Podemos. Y Pablo Iglesias, con una sonrisa tan encantada de encontrarse allí que parecía a punto de saltarle de la mandíbula. Viendo la foto da la sensación de que esta gente prefiere estar entre el gentío del cine que en el Congreso de los Diputados, lo que puede entenderse. De ahí la diferencia entre las vestimentas: en el Parlamento, camisa desabotonada hasta el pecho, fuera del pantalón y remangada hasta los codos; en la gala de Los Goya, etiqueta oscura, cada uno en su estilo y sus posibilidades de lucirlo. Es una metáfora visual del respeto distinto por dos mundos opuestos y cercanos de representación. El actor más histriónico del parlamentarismo no parece creer en su escenario.

* Escritor