Hace años que en Córdoba hablamos a diario de sus etapas romana e islámica: para ensalzarlas, destacar nuestro desconocimiento sobre ellas, o dolernos de las muchas, dolorosas e irreparables pérdidas acumuladas en nuestro haber durante las últimas décadas. Raramente lo hacemos, en cambio, de sus fases más antiguas: la prehistórica y protohistórica, la tartésica y la turdetana, que ocuparon en su mayor parte la colina que hoy conocemos como Parque Cruz Conde, a resguardo de las crecidas del río, pero protegiendo su vado más importante, y en particular el puerto fluvial, desde donde salían hacia el mar los metales generados por su sierra, básicamente cobre, plata y oro. Córdoba como asentamiento lleva ocupada de manera ininterrumpida cinco mil años; y, curiosamente, a diferencia de otras muchas ciudades, que prefirieron topónimos más modernos quizás por considerarlos de mayor prestigio o prosapia, ha mantenido su nombre prerromano desde el inicio de los tiempos: Corduba, quizás ciudad del río, de los turdetanos, o quién sabe de qué, porque la semántica del término sigue en plena revisión y es posible que dé importantes sorpresas en los próximos años.

La zona del gran yacimiento cordobés que entre la comunidad arqueológica se conoce como Colina de los Quemados ha sido objeto de muy pocas intervenciones arqueológicas, y todas muy limitadas. La más importante de ellas se realizó con motivo de la remodelación del Teatro de la Axerquía en 1992, y documentó una secuencia estratigráfica que remonta al menos hasta mediados del III milenio a.C. y perdura hasta el tránsito del siglo II al siglo I a.C., demostrando así que el viejo núcleo prerromano convivió de manera residual con la fundación romano-republicana durante varias generaciones. En tan larga secuencia temporal destaca el papel jugado por la ciudad durante la etapa tartésica, quizás porque fue uno de los más importantes centros productores de plata al servicio de la enorme demanda mediterránea, capitalizada principalmente por los fenicios. Conoció, en consecuencia, un importante proceso de orientalización, en la base, más tarde, de sus raíces turdetanas, que utilizaron entre sus nutrientes fundamentales aportes culturales llegados del Próximo Oriente, Grecia, Cartago, y después Roma, en un cosmopolitismo singular que refleja la trascendencia de un asentamiento considerado por lo general periférico de Tartessos, pero cuyo papel estoy seguro de que será necesario reivindicar en el futuro inmediato a tenor, entre otras razones, de los últimos hallazgos que están teniendo lugar en Extremadura.

Los historiadores siguen sin saber muy bien qué fue Tartessos (si unidad política, cultural, económica o simplemente un topos más o menos aceptado con el que designar, a la griega, el extremo Occidente, más allá de las Columnas de Hércules), ni qué región ocupó exactamente. Parece claro que el corazón, de matiz indígena enseguida aculturado por mor del comercio y la presencia física de orientales, se localizó en la zona de Huelva y Riotinto, cuya riqueza en plata y su fácil salida al mar fueron muy ponderadas en la Antigüedad. Sin embargo, conforme avanza la investigación resulta más complicado separar lo indígena de lo fenicio y acotar sus límites; no ya sólo porque los yacimientos menudeen por las orillas de lo que fue en su momento el Lacus Ligustinus --recordemos que en esta época el Guadalquivir desembocaba prácticamente en Sevilla, cuyo nombre fenicio, Spal, alude a su carácter isleño-- y mucho más allá, penetrando por el Guadiana y la costa atlántica hasta bien arriba en el Alemtejo portugués, sino porque cada vez avanza más también hacia el interior de Andalucía occidental y, especialmente, de Extremadura. Cancho Roano, el palacio-santuario tan estudiado, controvertido y revisado, de Zalamea de la Serena, o necrópolis como la de Medellín, fueron las primeras, y poderosas, llamadas de atención. Luego vinieron el supuesto almacén de La Mata, en Campanario, y muchos otros asentamientos todavía por valorar en su plena expresión, a los que ha venido a sumarse estos últimos años un hallazgo de verdad excepcional, aún por excavar en buena medida: el conjunto de El Turuñuelo, en Guareña, del que se ocupan Raquel Rodríguez y Sebastián Celestino, expertos en la época y actual director el segundo del Instituto de Arqueología de Mérida. Un ejemplo de cómo la investigación arqueológica bien planteada puede convertirse en foco permanente de novedades, generadora de identidad y elemento de dinamización sociocultural y económica. ¿Por qué nos costará tanto mirarnos en su espejo? El tiempo quizás sea eterno, pero nosotros no. Las pérdidas, la dejadez, la inoperancia empiezan ya a pesar demasiado en Córdoba.

* Catedrático de Arqueología de la UCO