Hay momentos que vives sin enterarte de lo importantes que son. Cuando se anunció la muerte de Franco, por ejemplo, a mí solo me importaba que me dieran vacaciones, no entendía por qué mi familia estaba montando una fiesta, mucho menos por qué me pedían que no se lo contara a nadie. Cuando vi el concierto de Miles en el 89, no sabía que sería uno de los últimos. Cuando estuve charlando con Kurt Cobain en su camerino del Palacio de los Deportes, ni imaginaba que se suicidaría poco después o que Nirvana sería un grupo de culto 24 años después.

Asistí a la final del Mundial 82, al partido Italia-Alemania, sin tener la menor idea de que las entradas se estaban revendiendo a precios astronómicos o de que se había montado un dispositivo de seguridad sin precedentes por temor a un atentado de ETA. Yo tenía 15 años, había ligado con un chico italiano en el Pachá (actual Teatro Barceló). Le había dicho que me gustaba el fútbol para caerle bien, porque él había venido a España solo para apoyar a su equipo. En realidad, no tenía ni idea de fútbol entonces y sigo sin tenerla ahora, y lo único que sabía del Mundial es que el Naranjito me parecía lo más feo que había visto en la vida (ahora, sin embargo, mataría por una camiseta de Naranjito). No quiero ni imaginar lo que el pobre debió pagar por mi entrada. Como buen caballero, no me lo dijo.

La verdad es que no recuerdo gran cosa del partido, excepto que tardamos horas en conseguir entrar, debido a los controles, y que yo estaba de verdad asustada por la marea de gente. No había visto algo así en mis 15 años y medio de vida. No recuerdo siquiera el nombre del galán, y prefiero no recordar su edad porque creo que lo que hicimos a la salida del partido sería ilegal según el Código Penal actual (no creo que lo fuese entonces).

Doy por hecho que la enorme alegría que sintió y la descarga de adrenalina consecuente le alentaron para hacer lo que hizo, porque hasta el primer gol ni siquiera me había cogido de la mano. Creo recordar que fue entonces cuando me besó. El cántico de la multitud enfervorizada era un himno que abatía en oleaje su ímpetu de serpiente. El corazón se me salió del pecho, pero no precisamente por el gol.

Nuestro entusiasmo de entonces era muy inconsciente. Sabíamos que él volvería a Italia, que esa relación estaba condenada antes de nacer en una época en la que no había ni viajes low cost ni móviles ni internet. El tiempo (que ahora no tiene precio) se nos pasó en un segundo sin que tomáramos conciencia de lo importante que era. Todo lo íbamos a resolver ahora. Teníamos la vida por delante. Porque la inconsciencia de la juventud no teme atacar la eternidad frente a frente.

* Escritora