Supongo que habrá mucha gente como yo en este país a la que no le agrade Halloween, esa fiesta cerril, absurda y chabacana importada del gran imperio de los Trumps que ha venido a enterrar la fiesta de los Santos, tan arraigada antaño en nuestra tierra. Mientras escribo este texto, Halloween ya ha sucedido; pero estoy convencido de que algunos ya ansiarán y esperarán con nostalgia su regreso. Lo ancestral sucumbe ante modas pasajeras. Cada vez vamos huyendo más de lo que fuimos, como si nos sintiéramos avergonzados de un pasado arraigado en tradiciones seculares de una belleza poética esencial. La globalización nos ha deshumanizado. Pero, aunque algunos renieguen del pasado y de las tradiciones hermosas de otro tiempo, mi espíritu prevalece en esos días otoñales y violáceos que en mi pueblo sucedían a la luminosa fiesta de los Santos -que acabamos de celebrar recientemente--, la cual para mí no era un evento triste, ni tampoco gris, sino algo cristalino en el que sentía, ya a mi corta edad, la emoción sugerente del encuentro metafísico con los seres queridos que un día nos precedieron y dejaron su huella impresa en nuestro corazón.

No es cuestión de fe o no fe, ni de creencias --que también puede serlo--, sino de fidelidad al territorio en que uno aprendió a ver y a entender con los ojos del alma el transcurrir de la luz a las sombras, de la aurora hacia el crepúsculo, lo que simboliza el pasar por este mundo tan cuajado de odio, desencanto y miedos. Todo es efímero, y aquí estamos de paso. Por eso me aferro a las cosas transcendentes que marcaron mi infancia y en mí dejaron huella. El Día de los Santos con su olor de gachas suaves de harina y canela con tostones de anís dulce suponía, por entonces, la imagen diamantina de un reencuentro con lo invisible y lo sagrado, la pulsión singular de esa armónica visión del paso efímero y breve por la tierra, a la que materialmente nos ligamos y seguimos apegados hasta el día de la muerte. De esta última hablaban antaño los mayores cuando llegaban estos días de noviembre con una pasmosa naturalidad. Si algo agradezco de aquella edad perdida entre olores de humo de encina y membrillares diluidos en la sombra violeta de los huertos es la voz de mis padres, o las de mis mayores, hablándome de la muerte con respeto, como si esta en el fondo fuera un cauce o un trasvase de armónica luz que nos posee y conduce a otro espacio, o a otra realidad, que está fuera del tiempo. Ya entonces, en mi niñez, comencé a contemplar el concepto de la muerte como si fuese algo cotidiano que até al resplandor del cielo en las paredes antes del anochecer y al aire añil que ascendía con el humo de las viejas chimeneas hacia el corazón de un cielo azafranado a esa hora cosido por vuelos de murciélagos que nada tienen que ver con los de Halloween. La muerte era algo sencillo y natural, uncido a los ciclos de la Naturaleza, según nos decían a los niños nuestros padres y lo recalcaban también nuestros maestros. Hoy a los niños y niñas de los pueblos, o a los de la ciudad, que da lo mismo, los instruyen al llegar estas fechas del otoño en la superficialidad de Halloween, una estúpida fiesta que banaliza y desfigura el verdadero sentido de la muerte. Hace solo unos días, casualmente, escuché hablar a un niño pequeño que iba por la calle junto a otros amigos del terror que le inspiraba la celebración de Halloween en su hogar, porque sus padres se disfrazaban en casa de vampiros o de zombis y eso a él le daba grima. Luego pasé a unos metros de un colegio y observé a una maestra muy joven despeinada decorando una clase con arañas y calaveras. Y sentí desazón, pena y rabia al mismo tiempo, cuando vi a dos alumnos pequeños lloriqueando afuera en el patio, asomados a la ventana de la clase infantil que aquella decoraba. Hace ya medio siglo, cuando yo era un chavalín de apenas diez años, en el Día de los Santos acudía al cementerio y visitaba con respeto y naturalidad el armónico rincón donde dormitaban mis muertos familiares y no sentía miedo, sino una extraña paz, una serenidad escalofriante que envolvía mi interior y me hacía percibir que ellos me acompañaban y protegían de un modo especial, aunque no pudiera verlos. Ahí, en esa edad, perdí el miedo a la muerte. Pero ya quedan lejos esos días de canela y tostones de azúcar adornando aquellas gachas que endulzaban la luz del Día de los Santos, que ha pasado sin pena ni gloria para muchos. La globalidad nos ha estupidizado. No obstante, mi yo se fraguó en aquella edad y seguiré fiel a la voz de mis ancestros. Por eso jamás me vestiré de zombi o de vampiro absurdo y cadavérico cuando llegue otro año la fiesta estúpida de Halloween que ridiculiza y degrada a los mayores, mientras, como observé ya hace unos días, más de una vez asusta a los pequeños.

* Escritor