En un país en el que oficialmente flojean las matemáticas, es bueno enseñorearse con ese mínimo común denominador que es la Nochebuena. Habrá otras fiestas nacionales en los que las Comunidades díscolas pretenden escaquearle al Estado el carácter aglutinador. Pero hasta los posicionamientos más alejados de la iconografía del Belén, acaban rendidos por ese mensaje de Buena Nueva que, a pesar de siglos y milenios, no se antoja trasnochado. Reunirse en torno a una mesa celebrando un Nacimiento es un gesto de alegría que habrían de celebrar los censados en la provincia romana de Judea, como también lo harán aquellos descendientes que algún día poblarán el espacio exterior. Porque en su larga pervivencia, la Navidad se hizo acompañar de dos iconografías esenciales: la dicha del alumbramiento, y el rebote de nuestros anhelos en las estrellas, buscando entre todas ellas la que guiara nuestros pasos.

Aguardando ese puzzle que ha de ser este año el discurso del Rey, los españoles parece que nos encomendamos a las estrellas. En esa coherente condición de autoflagelo, recreándonos en el mal propio, no es extraño el poco bombo que se le ha dado a otra de nuestras pequeñas grandezas. España ha capitaneado el lanzamiento de un satélite de la Agencia Espacial Europea. El nombre de esta misión es Cheops, que enseguida conecta sus reminiscencias con la más colosal pirámide de Giza. La versión profana aguaría ese encantamiento, pues «Cheops» en realidad es el anglófono acróstico de una búsqueda de exoplanetas, de mundos acaso ya localizados pero a los que nos enfrentamos con la insaciable inquietud del desconocimiento. En esta Noche, marcada por un cometa hace más de dos milenios, resultante gratificante imaginarte a científicos españoles emulando a los Magos de Oriente.

Lo sarcásticamente curioso es que, contemplando en el telescopio constelaciones, y extasiándonos en nuestra insignificancia, detrás de nuestros cogotes hallamos muchas estrellas menores: las cincuenta que se achuchan y se esquinan junto a las barras americanas; las siete que homenajean en Madrid a la Osa Mayor, extrañando la pureza de la noche castellana; o aquella única y sibilina que parece emular a la solitaria estrella tejana, pero que en realidad se ha vuelto levantisca para indisponer la convivencia de los españoles y atragantar a buen seguro más de una cena familiar.

La misma Europa que nos otorga el mando de un satélite que evoca el allende de los faraones, provoca en sus tribunales turbulencias a nuestra soberanía. Posiblemente desde Detritus, aquel logrado personaje de un álbum de Astérix, pocos individuos han querido rentar tanto la cizaña como Puigdemont. Más que bravatas, no queda otra que la caución de la inteligencia, recordando sin cinismos que hoy es Noche de Paz.

* Abogado