Tengo por costumbre cuando me dan una dirección o circunstancialmente resido en un domicilio no habitual, si no reconozco al fulano que da nombre a la calle, preguntar quién era tal. Rara vez han sabido explicarme nada cuando salimos de los nombres evidentes, los consagrados, diríamos, y también he visto rarezas insospechadas como vivir en la calle Mejillón, porque todo el barrio estaba consagrado a los moluscos. O sea, que un ciudadano puede llevar en el DNI la negra honrilla de haber nacido en la calle Berberecho mientras que otro lleva toda la vida viviendo en la calle Rey Pastor sin tener ni idea de quién fue y ni a cuento de qué su calle tiene tal nombre. Llegado a este particular estoy con Carlos Edmundo de Ory, que renegaba de los nombres de poetas en el callejero; él invitaba a usar la imaginación y en lugar de ponerle a una calle su nombre quería que pusieran Orgasmo. Sería delicioso poder decir que uno vivía en la calle Orgasmo 81, decía él, sobrado de guasa.

Traigo este asunto del callejero a colación de la guerra de nombres y calles franquistas que de nuevo se traen los ayuntamientos, ahora por Alicante, donde un juez ha ordenado restituir más de 40 rotulaciones franquistas, comenzando por la División azul en suplantación de la Plaza de la Igualdad, que a su vez había suplantado a la primera. De nuevo el disparate nacional, la estulticia, los tuits incendiarios, los insultos y otra vez la guerra civil a flor de piel. Esto no se acaba nunca. Así termina la última novela de Javier Cercas El monarca de las sombras, y siendo este final un signo a la vida, también lo tomo como un guiño a la cinta de moebius en la que hemos convertido la guerra de nuestros antepasados 80 años después. Como se rompe la hora el Viernes Santo en Calanda, Cercas rompe los silencios de su pueblo extremeño, que son todos los pueblos de todas las Españas donde la cerrazón y las escopetas rompieron la ley. Esto no se acaba nunca. Los españoles, y sus respectivos gobiernos una vez instalada la democracia, han tenido gran responsabilidad en ello, no nos hemos puesto de acuerdo aún en respetar la historia, en considerar quién disparó primero, quién la lio, quiénes estaban equivocados. Javier Cercas, a su manera, hace justicia histórica y poética. Familiares, por parte de madre y padre, eran los jefes de la derecha en el 36 y, después, su abuelo fue alcalde franquista, algo que tardaría mucho tiempo en saber una persona como él, curioso, investigador y escritor de éxito desde Soldados de Salamina. Lo cuenta todo en el libro. Y si esto le ha ocurrido a Javier Cercas, cuánta ignorancia y leyendas no perdurarán aún en el imaginario colectivo de un pueblo que lee tan poquísimo.

* Periodista