Y si a Fulanita le da por quedarse en casa, coser y tricotar? ¿Y si compra juguetes para niña a su niña? Y si, como su madre y abuela, critica a su marido, le pone verde por detrás, entre amigas, subrayando este y aquel detalle para, una vez en casa, prepararle la cena y confesar lo mucho que lo ama? Lo vemos a diario, y lo sabéis, admitidlo. Pero, si el marido, en este caso y muchos, decide seguir a su lado a sabiendas, cabeza gacha, firme obediencia y entrega total a su gran, avinagrado amor, ¿quiénes somos nosotros para juzgar? ¿Y si a mí, como a todo el mundo, me da por volverme y con-tem-plo ese gran culo, su vaivén, su vibración, la marca de las bragas bajo la tela? ¿Y si me relamo con pleitesía y violencia hormonal? Pensemos, por ejemplo, en un señor casado que observa, fijamente, un culo (¿se puede nombrar?) y unas tetas que, según nuestras fuentes, corresponden a las de su señora esposa. ¿Qué pasa? Por cierto, si la señora ni se inmuta cuando el esposo habla de ella como «su» mujer, si ella no grita «¡basta, yo no soy de nadie más que de mi misma!»; si, por el contrario, testifica: «¡soy toda tuya, utilízame como quieras!», esto, ¿a quién le importa? Porque, vamos a ver, señoras, que a Fulanita le pone solapadamente o no el tatuaje carcelario y las maneras y el corte de pelo y todo lo que, en esta dirección, caracteriza al «machito», como ella curiosamente lo define. Es que se derrite, oiga. ¡Pues muy bien! ¿Por qué ha de ser «malo» encoñarse o viceversa, voluntariamente? ¿No hay perturbados que corren la maratón y hasta mueren en el intento? ¿Quién es nadie para imponer un bambi, un modelo de hombre diez que ni existe, ni atrae, ni satisface? Descarguen la escopeta, señoras, y vivan la vida en casita, en la playa, con el macho, el jovencito, el viejo asqueroso podrido de billetes o quien les dé la gana. ¡Libertad para todas!

* Escritor