El bienestar social es una expresión que ha adquirido fortuna, mimetismo y amplitud. La prueba es que además de contener atenciones a pensionistas y discapacitados, subsidios a personas sin empleo o maltratadas por la fortuna, mantenimiento de la medicina pública y la enseñanza, ayudas para fomentar la natalidad, etc. amén de lo antedicho -insistimos-, en determinados municipios sitúan en el área del bienestar social a los cementerios, lo que parece algo exagerado; por lo menos en este momento.

En la Europa presente, no solo los políticos que se titulan progresistas, los cuales consideran el bienestar social un logro de la socialdemocracia, son sus exclusivos promotores. En coyunturas electorales, hasta la reacción más estancada y paralítica, se sube al carro del bienestar, aunque, internamente, siga creyendo en los poderes taumatúrgicos de «la mano invisible», ponderada por Adam Smith como conductora de cualquier avance socioeconómico.

Puede afirmarse que las políticas socialdemócratas adquieren solidez y preponderancia, cuando los partidos socialistas europeos abandonaron las tesis marxistas -nunca aceptadas por el laborismo británico- al considerar irrealizable, por extemporáneo, el Manifiesto fundacional de 1848. A partir de entonces, identifican socialismo con democracia y empiezan a considerarlo compatible con determinadas formas de la economía de mercado y de la propiedad privada.

Pero la escisión, que hoy comprende a todos los partidos socialistas de Occidente, tiene su fecha en 1957. En ese año, el socialismo alemán (SPD), tras criticar con dureza al centralismo moscovita, se separa definitivamente del marxismo-leninismo. Suceso que tiene lugar en una pequeña localidad -Bad Godesberg- situada en las pintorescas afueras de Bonn. Dicho cambio trascendental obtiene un impulso definitivo de Willy Brant, a la sazón alcalde de Berlín Occidental, en donde se había apartado de su radicalismo juvenil al adquirir vivencia de que el credo soviético concebía la libertad levantando muros infranqueables.

Como escribimos al comienzo, el primer mundo, en la actualidad, identifica la socialdemocracia con el Estado del bienestar, pero teniendo presente que conseguir esa realidad confortable no es barato y, por tanto, necesita abundantes fondos públicos alcanzados por la vía impositiva en tiempos de normalidad y bonanza económicas. De ahí, que el bienestar más implantado lo encontremos en los países nórdicos europeos -a los que se suma Holanda- donde la corrupción -el peor enemigo de un Erario saneado- es la más baja del continente. Hecho que sucede, según la opinión de politólogos acreditados, porque en dichas naciones impera la ética puritana del calvinismo. Países nórdicos que, curiosamente, todos son monarquías parlamentarias, lo que torna inexacta la aseveración de que bienestar social y monarquía siguen siendo tan antagónicos como lo fueron con el absolutismo real del Antiguo Régimen.

Hay una especie de axioma relacionado con el tema que venimos tratando: El incremento de la natalidad y, consecuentemente, la repoblación de lugares que se están deshabitando, exigen -no hay otra forma de conseguirlo-. unas políticas marcadamente socialdemócratas. Ejemplo al canto: A principios de los años 80 del siglo anterior la República Federal Alemana, para reconducir el grave problema de escasez de nacimientos que arrastraban desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, a las familias con tres hijos les dieron ayudas importantes que permitían al padre, o a la madre, no trabajar fiera de casa.

Como en la actualidad vivimos una situación parecida a la que generaban las plagas bíblicas, vamos a escribir, como colofón, una obviedad que solemos olvidar frecuentemente: El estado del bienestar sufre deterioros de difícil recauchutado si las decisiones políticas, encaminadas a restaurarlo tras la crisis, no desmienten a quienes, como Nietzsche, siguen creyendo que «el Estado es el más frío de los monstruos fríos».

* Escritor