Advertía Isaiah Berlin sobre la tentación de ver el pasado con ojos del presente, en tanto resulta inútil reinterpretar la Historia con la mirada de tiempos distintos. Para el pensador británico de origen letón, juzgar los hechos de una época con la lógica de otra, constituye un error. No solo por supuesto en lo estético, que es, por otra parte y en otro contexto, el error común de la mala novela histórica, sino en lo humano. En su comportamiento.

La velocidad acelerada de la evolución tecnológica está haciendo que la idea de Berlin estreche aún más los tiempos y por encima de las etiquetas generacionales. Por ejemplo, ¿sería correcto analizar las primeras concesiones de licencias de TV privadas en España con la perspectiva de hoy? Es evidente que no. Como tampoco sería correcto hacer lo propio, incluso, con el nacimiento y primeros usos masivos de las redes sociales.

Esto no tiene nada que ver con profetizar el pasado, prestigiosa ocupación de algunos economistas con gran notoriedad pública, ni con la simpleza de una exposición simple sobre el progreso de la humanidad, sino con la atención a este nuevo año 2018 y que muchas voces han calificado de «imprevisiblemente estable». Un magnífico oxímoron.

Desde el punto de vista macroeconómico, venimos de tres ejercicios donde la economía española ha crecido vigorosamente, superando el tres por ciento, gracias a un entorno exterior favorable, los llamados «vientos de cola», esto es, bajos precios de la energía (del petróleo) y tipos de interés prácticamente cero que ayudaron al impulso de la demanda y las exportaciones de las empresas españolas, que fueron las que primero se desendeudaron y luego tiraron de la economía.

Este año, y según la mayor parte de las previsiones de los servicios de análisis, el crecimiento caerá medio punto por el menor efecto de las ayudas externas: el petróleo subirá algo más y la política monetaria irá cambiando de orientación, es decir, que poco a poco, y con mucho cuidado no obstante, los tipos de interés cerrarán su actual ciclo bajista.

Con un saludable optimismo congénito, las previsiones oficiales dicen que caminamos, si nada lo impide, hacia el rubicón de los 20 millones de cotizantes en 2020 para establecer la tasa de paro en el 11 por ciento en una suerte de vuelta «oficial» a los «viejos buenos tiempos».

Nada que objetar si las condiciones de esa vuelta fueran similares a las de entonces. No por la cantidad de empleos -recordemos que necesitamos más de 20 millones de cotizantes para mantener las condiciones básicas del sistema de pensiones-- sino por la calidad: el empleo de hoy poco tiene que ver con el de hace una década, y no solo por el aumento de la temporalidad y la devaluación salarial que se ha producido en estos años de crisis, sino por la propia transformación tecnológica y su evolución acelerada. Como anuncian muchos analistas, gran parte de los empleos de los próximos años no tendrán nada que ver con los de ahora y si las respuestas de las grandes políticas públicas no son acertadas, se puede ensanchar la brecha de la devaluación social generacional.

En palabras muy sencillas: ¿sirven todavía los modelos «clásicos» de análisis macroeconómico para explicar, y no digamos prever, la evolución de la economía en un mundo cada vez más desintermediado? ¿Se puede seguir aferrado a las dinámicas de otros tiempos en un mundo cada vez más transparente --a pesar de la manipulación informativa de los artificieros antisistema y los nacionalismos totalitarios-- en la que la realidad aplicada de los manuales apenas ha cambiado tal que hace diez años?

Esto resulta una suerte de ucronía a la inversa en la que se mezcla el escenario deseado con las miradas de otras épocas y que puede resultar muy atractivo desde el punto de vista literario --a la manera del novelista Philip Roth-- pero que alimenta el desconcierto y, demasiado a menudo, la pasividad institucional.

El conjunto se completa con la Política, que, una vez más, será decisiva. Y esto ya no son augurios sino realidad cercana: hay cambios de calado en la Unión Europea con nuevos actores que buscan liderazgos solventes como el presidente francés y podría haberlos en nuestro país por la imprevisibilidad del desafío independentista para el conjunto y la articulación territorial general.

No se trata de jugar a las profecías sobre lo que nos traerá 2018, precisamente por lo imprevisible de la estabilidad, pero el mundo se mueve cada vez más rápido con la explosión de la inteligencia artificial, la realidad virtual, los coches autónomos, el Blockchain, las criptomonedas y muchos otros avances tecnológicos a los que hay que dar respuestas actualizadas de política económica y política social.

Ya no se trata sólo de las viejas reivindicaciones para transformar la Educación o las apelaciones cansinas a lo global sino de unos modelos de interpretación de la realidad que han quedado anticuados.

En cualquier caso, feliz y esperanzador 2018.

* Periodista