Me cuesta memorizar las cifras altas, lo que es un problema cuando quiero citar algún dato con que consolidar una argumentación. Por ejemplo, no recuerdo el número de horas de nuestra vida que, según un estudio científico, pasamos esperando y que daría algo de lustre estadístico a estas líneas. El artículo se refería a la espera real, digamos, física, en la que estamos aguardando en algún lugar a alguien o a que algo suceda o empiece, porque, si nos pusiéramos a hablar de las esperanzas o las ilusiones, en realidad se trataría de la vida entera. Pero estamos en agosto, el mes que nuestra infancia deseó eterno, y no es momento para melancolías. Ya llegará el otoño.

Volvamos a las esperas. Que lleguen amigos, invitados, repartidores de paquetes, técnicos que reparen el termo. Que nos atiendan los médicos, que aparezcan los clientes, que salga el tren. Que sea nuestro turno en la frutería, que nos reciba un editor, que alguien salga por fin del lavabo, que empiece la película. Esperar es parte constitutiva de tantas actividades humanas que hemos creado espacios dedicados a ella, las salas de espera, donde a veces se refugian aquellos que ya no esperan nada.

De la cifra que citaba el artículo solo recuerdo la impresión de asombro inicial y que después pensé que gracias a la colaboración de muchos de mis amigos seguramente me encuentro en la parte alta de la estadística.

Hace unos días hice un pequeño viaje con dos amigas a las que conozco desde hace mucho. A una desde que teníamos unos diez años, a la otra desde el instituto. En estos encuentros se comparten muchos recuerdos y anécdotas, entre ellos las bromas sobre las horas que he pasado esperándolas. Ambas son bastante impuntuales, mientras que yo he sido educada en un sentido de la puntualidad rayano en lo maníaco. Soy de las que llegan incluso unos minutos antes de la hora de la cita, lo que, en mi caso, cuando tienes bastantes amigos tardones, no hace más que alargar las esperas.

Hace años, en la era geológica premóvil, había quedado con una de ellas delante de la puerta central de la Universidad de Barcelona. Cuando llevaba casi una hora (tal vez fuera «solo» media hora, pero con los años las anécdotas se magnifican. Además, para ella media hora no es nada extraordinario y necesito esta licencia poética porque sé que va a leer estas líneas) esperándola allí de pie, mirando a un lado y otro de la calle, que es lo que se hace cuando encima no sabes por qué lado te va a venir la persona, empezó a llover. No llevaba paraguas y, no se hagan ilusiones sobre la posibilidad de encontrar refugio, era domingo, la puerta de la universidad estaba cerrada.

Cuando se ha aguantado tanto rato, es difícil abandonar. Has invertido ya tanto tiempo que no dejas de pensar que si te marchas ahora, todo habrá sido en vano y, antes de que te des cuenta, ya has duplicado los minutos. De modo que ahí seguí, hasta que el frío y el agua me hicieron desistir, los planes asesinos de venganza ya me aburrían y decidí volver a casa. Entré en el metro y allí la encontré, sentada beatíficamente leyendo el periódico. Había llegado justo cuando empezaba la lluvia (es decir, tarde, tardísimo) y, como tampoco llevaba paraguas, decidió esperar a que amainase.

Se lo recuerdo cada vez que tengo ocasión. Y lo seguiré haciendo.

Ese día, una vez más, no cometí ningún asesinato y aprendí a quedar en lugares cómodos y resguardados, donde me pueda sentar a leer. He leído mucho esperando. He pensado mucho mientras esperaba. He tenido muchas ideas también. Tal vez por eso escribo novela negra.

La cosa no cambió demasiado cuando me marché a vivir a Alemania. La imagen tópica que tenemos de los alemanes nos los presenta como cumplidores, trabajadores, cuadriculados. Y puntuales. No creo que me persiga una maldición y que haya tenido la mala suerte de toparme con los únicos alemanes impuntuales. Pero es que muchos de mis amigos alemanes también llegan siempre tarde y constatan cada vez que son desastrosos en su gestión del tiempo y yo, cosa que siempre me dicen como halago y sospecho que para distraer la atención, un caso excepcional de puntualidad mediterránea. No sirve de nada que insista en que hay muchos como yo. Sonríen y no me creen. Los estereotipos culturales están fuertemente anclados en nuestras creencias y son muy resistentes a la realidad. Pero si alguna vez mis amigos albergan dudas sobre si los he querido o los quiero, solo tienen que recordar que he dedicado una buena parte de mi vida a esperarlos.

* Escritora