Estamos en puertas de un nuevo curso académico, y lo hacemos con la resaca de algunas noticias que han pasado quizás algo desapercibidas para el común de los mortales debido a las fechas veraniegas en las que se han producido y a la poco generalizada costumbre de muchos españoles de leer prensa (o cualquier otra cosa) en verano, pero que analizadas de nuevo, con frialdad y perspectiva, provocan escalofríos a pesar de las altas temperaturas reinantes. El titular de la primera de ellas lo decía todo: «Cataluña rechaza a uno de cada tres aspirantes a cursar la carrera de maestro por su bajo nivel». Ahí es nada… Esta región es por el momento la única en España (Baleares acaba de copiar el modelo para el curso 2020-2021) que, además de la Selectividad, considerada ineficaz e insuficiente, exige pruebas previas específicas de competencias lingüísticas en catalán y español, expresión, comprensión lectora y razonamiento lógico-matemático para acceder a la carrera de Magisterio, y los resultados ponen los pelos como escarpias: casi dos mil alumnos (entre el 30 y el 40% de los aspirantes), a quienes en sus propias palabras no se les ha enseñado ni a hablar ni a escribir (cosas de los nuevos tiempos), han sido rechazados este año. Lo que no decía la noticia era si tales limitaciones afectaban sólo al catalán, caso en el que la problemática sería otra, o afectaban también a las competencias en castellano. Sea como fuere, soy de los que piensan que si dichas pruebas se extendieran al resto de España y a todas las titulaciones el desastre sería mayúsculo, y la vergüenza, sin duda, asunto de Estado. Y es que, frente a tales datos, una media del 95% de los estudiantes españoles que concurren a Selectividad la aprueban cada año. ¿Cómo casar datos tan contradictorios? La supervivencia de muchas de las universidades españolas depende en buena medida de su capacidad para captar «clientes», por lo que, o abren la mano a tal fin, apostando por el número, o verán peligrar seriamente su propia subsistencia. De nuevo, tema tabú, que pocos abordan con la claridad suficiente, pero de gravedad extrema, que mina nuestro crédito y el de muchos de nuestros alumnos a nivel nacional e internacional, y que tiene difícil solución, si analizamos las actitudes de los responsables últimos del problema. La única fórmula, de entrada, para remediarlo sería incrementar los filtros y los estándares de calidad en todos los niveles de la enseñanza, que en definitiva es lo que han hecho algunas de las universidades catalanas (porque la educación de excelencia no termina con el acceso a estas últimas; más bien empieza), pero esto requiere de tiempo, voluntad, planificación, esfuerzo, unidad y mucho, mucho trabajo, y no parecen ser santosgriales que convenzan a nadie; mucho menos a quienes deben tomar decisiones.

Pocos días después, otra noticia volvía a poner en entredicho las claves definitorias del sistema universitario español: «El Gobierno rescatará a los científicos de elite rechazados por la Aneca». Para quien no sepa lo que significan estas últimas siglas, se trata de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación, encargada, como su propio nombre indica, de velar por que la Universidad española mantenga los estándares mínimos de calidad exigibles a quienes trabajamos en ella, evaluar la producción científica de profesores e investigadores -universitarios y de otros organismos de investigación, aun cuando el CSIC sigue caminos propios-, y de acreditar a unos y otros para cubrir después mediante concursos los diferentes niveles y escalafones del sistema, que debería contar sólo y sin excepción con los mejores. Una responsabilidad, por tanto, del más alto nivel que, según se deduce de la noticia y reconoce el propio Gobierno, no se cumple con la ética, la honestidad y el rigor deseables, debido a procesos excesivamente burocratizados y a estándares que priman la experiencia docente «a granel» y sin demasiadas exigencias, frente a otros criterios de excelencia reconocidos y respaldados internacionalmente, en cierta manera penalizados. Una contradictio in terminis de libro, a la que sólo podría poner término la reforma estructural en profundidad del sistema universitario español, capaz de abordar con firmeza y sin complejos los muchos pecados capitales que aquejan al mismo, de corregir vicios y actitudes endémicas -arbitrariedades, nepotismo, corrupción, endogamia…- que convierten a aquél en una carrera de obstáculos para quienes no se integran en determinados lobbys, o no se atienen a las escurridizas y en más de un caso cuestionables normas internas; ésas que nunca se expresan en voz alta pero que todos conocen y practican, y que todavía hoy, a pesar de sus muchos éxitos, impiden que la Universidad española en su conjunto brille a nivel internacional como debiera.

* Catedrático de Arqueología de la UCO