Aterricé en San Francisco un miércoles, 11 de septiembre de 1991. Aún me remueve el estómago aquella mezcla de emoción y angustia al darme cuenta de que me encontraba solo en la puerta del aeropuerto, sin nadie esperándome, ya bien entrada la noche y sin saber dónde iba a dormir. Haciendo un uso precario de mi inglés de salón, pero empujado más bien por la necesidad, conseguí llegar a un hotel cercano y descansar unas horas antes de seguir hasta mi destino en la ciudad universitaria de Berkeley. Tras un accidentado viaje en metro y autobús por toda el área de la bahía, me presenté con mi enorme maleta verde en el laboratorio. Mi jefe me condujo muy amablemente hasta otro español que ya llevaba allí un tiempo, y me invitó a que volviera para empezar mi trabajo una vez que hubiese encontrado alojamiento y resuelto mis problemas domésticos. El compatriota, un biólogo andaluz de la Universidad de Sevilla, me condujo hasta una agencia donde por 50 dólares me proporcionaron una lista de ofertas de alojamientos en alquiler. Con aquel papel en la mano y un mapa de la ciudad, me senté en una hamburguesería a buscar casa y picar algo. El estómago se me había cerrado. La ansiedad me oprimía el pecho ¿Qué mierda hago yo aquí tan lejos de casa?

Cuatro años más tarde, ya me costaba trabajo encontrar algunas palabras en español, almorzaba a las 12 y cenaba a las 6, y mi antiamericanismo visceral había dejado paso a una conciencia intercultural razonablemente equidistante. Aunque se me pasó por la cabeza quedarme en la soleada California, tentado por su alto nivel de vida, y lo cómodo y práctico del día a día, acabé huyendo de aquel paraíso, ante la incómoda sensación de ser un emigrante que no pertenece a ninguna parte.

La vuelta al seno de la madre patria no resultó fácil al principio. De repente llevaba peor aquellas cosas que no me gustaban, que en realidad nunca me habían gustado. Y en el fondo echaba de menos la sensación de estar de viaje, de ser ese ciudadano del mundo que desde niño siempre quise ser. Pero la presión cultural es tenaz, y poco a poco fui entrando de nuevo en el redil. Ahora, ya desde dentro, adormecido por el confortable calor del hogar, no puedo reprimir el sueño de que la jubilación me permita volver a deshacerme de todas las ataduras y al menos poder enfrentarme a la muerte como un hombre libre, o que por lo menos quiere ser libre.

Me da pena y vergüenza reconocer que no fui lo suficientemente valiente, o inconsciente, en su día. Me lancé a la aventura, pero no acabé de creérmelo y me dejé atrapar por la seguridad. Entiendo, sin embargo, que mi experiencia americana me ayudó a reafirmar mi idea de que ante un conflicto es siempre conveniente ponerse por un momento en el lugar de los otros, y afianzó mi perspectiva relativista de esto que entendemos como realidad.

Estoy leyendo con cierta envidia una entrevista a un tal Akira Mizubayashi, que es precisamente lo que me ha hecho recordar y repensar mi pasado. Al cumplir la mayoría de edad, este moderno samurái decidió buscar su libertad como individuo y convertirse en otra persona. Para ello, no solo aprendió francés desde cero, sino que asimiló por completo la cultura francesa y marcó distancia con su cultura nativa japonesa. Así lo cuenta en su Breve elogio de la errancia, un ensayo autobiográfico que puede interpretarse como una declaración en contra de cualquier nacionalismo. Este escritor franco japonés, que vive una vida híbrida entre París y Tokio, defiende «la libertad de pasear sin rumbo, de ignorar las obligaciones impuestas por el orden establecido, por la cultura a la que pertenecemos, pero a la que no hemos elegido pertenecer».

Eso que Mizubayashi llama errancia no es nada más y nada menos que mi libertad de elegir en todo momento qué soy y a dónde pertenezco, independientemente de cómo, cuándo y dónde haya nacido. Nadie debería pasar por la vida sin al menos haberlo intentado.

* Profesor de la UCO