La politización ha llegado, como el milenarismo de Fernando Arrabal. Y como en el centro de aquel circo que era mucho más serio de lo que parecía --porque en el programa de Sánchez Dragó todavía se llevaba a los escritores a conversar entre ellos, no solo a vender la obra en diez segundos--, se ha convertido todo en espectáculo. Ahora lo que importa es solo el titular, su efecto y su pegada, que castigue en el hígado de cualquier receptor de la noticia igual que un buen directo que no dialoga nada con el resto del cuerpo. Los matices no importan, porque vienen a ocupar demasiado espacio en las notas a pie de página de la realidad. Pero sin matices no hay literatura, ni política, ni vida. Porque no hay tantos mantras campanudos que todos podamos adoptar sin admitir sus anotaciones, como no hay un derecho fundamental que no contemple sus posibles excepciones. En este mundo raro de grandes caracteres lo que importa es la frase, el excremento verbal que se arroja al contrario, aunque las tornas cambien y solo al día siguiente pretendamos ungirlos con perfumes ancestrales llegados de una nueva Babilonia. Uno cambia de camisa en función del resultado electoral: de comunista, a socialdemócrata; de radical sin complejos, a recuperador de la derechita cobarde, porque se acercan las nuevas elecciones y hay que salvar la cena antes de que cualquier fantasma del pasado tire del mantel para lanzarla por los aires. Por eso mismo se politiza todo, todo, todo: la última novela de Vargas Llosa, el coitus interruptus de la nueva serie de Woody Allen o los viajes espaciales, porque todo es política. Y eso sin hablar de vírgenes suicidas, por recordar la película de Sofia Coppola. Sucede que la política espectáculo ha sustituido al auténtico debate, que necesita momentos más sesudos y un aquilatamiento de las horas: leer, confrontar, entender, respetar; y también oponerse, porque todos tenemos líneas infranqueables de cesión. Cualquier día volvemos a pensar.

* Escritor