Cuando el lunes por la mañana vi en varios medios de comunicación imágenes de la concentración que recorrió el Vial Norte el pasado domingo, como un eco de las que días anteriores habíamos visto en el barrio de Salamanca en Madrid, y sumándose a otras muchas que se multiplican en ciudades y pueblos, no pude evitar una mezcla de miedo, impotencia e indignación. Una suma de emociones que se suma a las ya de por sí intensas y ambivalentes que yo, imagino que, como todo el mundo, estoy sintiendo en estos meses de paréntesis. Y no, no diré que estoy libre del miedo a la enfermedad, pero más me asusta, y me angustia, el futuro inmediato que nos espera, la crisis económica que volverá a cebarse con los más precarios y vulnerables, las fracturas sociales que provocará, el riesgo cierto de que sea un nuevo pretexto para reafirmar políticas neoliberales y revanchas de quienes se resisten a asumir que los derechos humanos son la ley del más débil. Ante ese panorama, que va más allá de las mascarillas y de los metros que pueden ocupar las terrazas, no puedo sino sentir escalofríos cuando hay quienes se enganchan al cuello la bandera de España y andan con ella por las calles como si llevaran una capa de superhéroes. De la misma manera que me inquieta que les sirva a muchos de protección frente al virus y que ocupen el espacio público, por supuesto al amparo del derecho fundamental que tienen a manifestarse, pero perversamente poniendo en peligro el bien común y, lo que políticamente es más discutible, como ejercicio de reafirmación frente a un poder que en democracia solo lo conceden las urnas.

Me incomoda e incluso me asusta la apropiación no ya solo de un símbolo, que para mí solo tiene el valor muy relativo de la emocionalidad que cada cual quiera otorgarle, sino de la propia palabra y, con ella, de una realidad, la de España, que parece que para algunos es más cuestión de golpes de pecho y salvadores que de construcción compartida y deliberativa del bien común. Todo lo que no tenga que ver con ese horizonte de todos y de todas, no es más que un uso perverso de la patria y de sus representaciones a beneficio de parte. Como si en lugar de una democracia en la que cabe el pluralismo siguiéramos habitando un mundo de trincheras. Como si a algunos de nuestros vecinos y vecinas pareciera gustarle más la confrontación de quienes se perciben como enemigos que los diálogos de quienes se saben diferentes. Tal vez lo único que cabría esperar de un país tan desmemoriado como el nuestro.

Yo, como Virginia Woolf, no tengo patria, si tener patria significa enarbolarla como un trofeo frente a quienes vemos como «los otros», si implica aprovechar el más mínimo resquicio para poner delante de ella un pronombre posesivo, si supone levantarse en armas contra gobiernos legítimos, si en vez de alentar la concordia sirve de pretexto para jugar a ver quién la tiene más grande. Mi patria, a la que yo preferiría llamar matria, es, por el contrario, la España, camisa blanca de mi esperanza de Blas de Otero, la que se nutre de servicios públicos y de derechos para todos y para todas, la que es capaz de hacer de la cultura un arma cargada de futuro, la que solo presume de conquistas igualitarias y de reparto justo de la riqueza, la que asume la política como un arte de lo posible y de lo necesariamente imperfecto, la que se empeña siempre en conjugar la primera persona del plural de la forma más inclusiva posible. La que, sin estridencias, como diría Pablo García Casado, está presente como poemas en los árboles y por tanto no necesita que la saquemos en procesión. La que, en consecuencia, no necesita salvadores ni héroes, sino mujeres y hombres que sepan generosamente sumar.

* Catedrático de Derecho Constitucional

Miembro de la Red feminista de derecho constitucional. Universidad de Córdoba