España como tema y como respiración no pertenece a nadie. O pertenece a todos, que es un poco lo mismo con su piel de matices. Porque la asimilación de un territorio como propio resulta tan difícil de imponer como el amor verdadero. Y, como le ocurre al amor verdadero con cuanto aparece alrededor, lo que tiene que ver con la nacionalidad y el patriotismo, y más en España, que es un país agreste y siempre recupera aquel primer temblor de cainismo en los dientes, suele estar tiznado de demasiadas cosas que nada tienen que ver ni con la nacionalidad, ni con el patriotismo. En España se han vendido y aceptado tantos lugares comunes que casi podríamos dedicar un artículo dominical a cada uno. Para empezar -y para terminar, porque aquí hay una clave y muchas claves-, que el patriotismo español es conservador, o de derechas, o facha, o directamente fascista si se mezcla además con la propaganda independentista. Como todos los lugares comunes, este también incurre en no pocas paradojas: porque si la bandera nos repele, por conservadora, por de derechas, por facha o por fascista, tendría que repelernos por igual cuando juega Nadal o cuando juega la selección española de baloncesto o fútbol, pero eso no sucede.

Si la bandera es facha, es facha. Si el sentimiento de pertenencia a un territorio y nuestro amor por él nos parece algo fascistón, tiene que suceder exactamente igual cuando Pau Gasol le mete 52 puntos a Francia en un Europeo, como sucedió en 2015. Y no, ahí sí que gritamos y saltamos y nos excitamos con cada canasta, porque meterle 52 puntos a Francia siempre tiene su gusto y su regusto. También este razonamiento es un lugar común, y soy consciente: pero es que a veces los lugares comunes son verdad. Y la bandera es la misma y el país es el mismo. Y cada uno tiene que lidiar con sus propias contradicciones, como ocurre a los aficionados independentistas cuando también celebran los goles de España. Pero es que además es falso que la bandera, o el amor a la bandera, o que se nos llene la boca con España, sea conservador, ni mucho menos facha o fascistón, lo cual no quiere decir que también desde la derecha pueda quererse, y mucho, España.

Tampoco es que tenga yo especial interés en reivindicar una visión de España desde la izquierda, porque nada se me ha perdido en eso. Pero en lo que sí se me ha perdido es en la falacia permanente de que todo el que se envuelva en nuestra bandera constitucional -que para mí, es la mía- incurre en todo lo descrito más arriba. Que todo esto viene o puede venir del abuso y el sobeteo delirante -o de la apropiación- de toda la simbología, la representación y el sentido de la bandera, de la palabra España y su sonido, durante la dictadura de Franco, es algo que todo el mundo sabe. Pero lo que parece olvidarse demasiado a menudo, especialmente por muchos de aquellos que se posicionan ardorosamente -y militantemente, y con esa superioridad moral que parece dar la izquierda a todos sus argumentos, por el hecho de serlo-, es que no ha habido nadie que haya cantado tanto a España, a su representación y a su sentido, como los poetas vinculados -interesadamente, en ocasiones- a esa misma izquierda que desde hace muchos años ha abandonado España en manos de los demás. Ahora vendrá alguien a decirme -ya lo estoy escuchando- que los verdaderos patriotas no necesitan tener el nombre de España en sus labios para amarla. ¿No eran, entonces, verdaderos patriotas Antonio Machado, o Miguel de Unamuno, o Luis Cernuda, o Rafael Alberti, o Pedro Garfias, o Juan Rejano?

Pongo nombres aquí de linajes variados, pero con una misma esencia: España. Y eso sin citar a otros dos santones -y excelentes poetas- de la izquierda oficial en el franquismo: Gabriel Celaya y Blas de Otero. Joder, más españoles que estos dos, en su poesía y fuera de ella, creo que no había ninguno ni lo podrá haber ahora. Pero el problema principal es que ahora citamos muchos de esos nombres -suponiendo que el político de marras sepa de quienes esta-mos hablando, que ya sería un nivel- sin haberlos leído. O sea: hay varios políticos en la izquierda española que lo máximo que leerán de Miguel de Unamuno será el «Venceréis, pero no convenceréis»; como varios políticos en la derecha española jamás saldrán del «Ni está el mañana ni el ayer escrito» de Antonio Machado que rescató Fernando Ónega para aquel discurso emocionante de Adolfo Suárez. Lo dicho: lo quieras o no, España es nuestra. O como escribió César Vallejo: España, aparta de mí este cáliz.

* Escritor