Pertenezco a la edad del silbo de las hoces en la quietud amarilla de los trigos, a la del rebaño humilde y polvoriento que sajaba las llagas del atardecer cuando mi infancia no había muerto aún. Dentro de mí hay óxido y silencio: el espacio rural que habité cuando era niño desapareció hace tiempo. Ya no está. Los pueblos de ahora se han urbanizado y el modo de vida que en ellos se destila se parece bastante (al menos aquí, en la zona que habité hasta hace poco) al de las ciudades. Y, sin embargo, en los pueblos no hay futuro. Cada día los encuentro más arrugados y tristes, con las calles y las casas vacías, sumergidos en un agrio silencio de humo y pedernal. Nunca he creído en las modas pasajeras, sino en la solidez intemporal de quien ama la vida en el campo, o en el pueblo, y siente en su alma la espina del olvido y la pócima amarga de la marginación cuando se ve obligado a salir de él. Quienes más hablan hoy del mundo campesino, de esa España rural que tanto se pronuncia, fueron quienes propiciaron en otro tiempo el abandono sumiso de los campos y el éxodo ocre de familias campesinas hacia las ciudades más grandes del país. El grave problema de la despoblación nació hace ya tiempo; pero nadie hablaba de él, excepto quienes lo sufrimos en nuestras carnes. Yo he visto crecer el musgo y el olvido en muchas casas vacías de mi pueblo hace ya muchas décadas, no precisamente ayer, y he sentido el dolor violeta, visceral, de niños pequeños y viudas de mineros huyendo de la pobreza y la escasez de un universo rural sin porvenir. Nadie se ha acordado nunca de los pueblos y quienes lo han hecho en rarísimas ocasiones ha sido para sacar fruto político aprovechando el dolor de los sencillos, de los marginados por una sociedad donde prima un modo de vida frío y aséptico propiciado por un neoliberalismo cruel que desprecia y humilla inmisericordemente, mediante la banca y el Ibex 35, a quienes aún resisten en la ruralidad con los escasísimos medios que poseen.

Mi corazón se inunda de preguntas, pues dentro del mismo cohabitan pensamientos y zozobras veloces que no entiende el cerebro cuando vemos que todo es mentira alrededor. ¿Quiénes invirtieron en los pueblos hace unas décadas cuando el tardofranquismo condenó a la gente del campo a huir de sus raíces para instalar su vida desgarrada en la periferia de la gran ciudad? ¿Qué empresarios de entonces montaron industrias o grandes fábricas en los núcleos rurales hace más de medio siglo cuando los pueblos empezaron a desangrarse y el olvido, el dolor, la ignominia y la pobreza cubrieron las casas caídas, los tejados, los corrales vencidos por la desolación? ¿Qué hizo el Poder mayestático de entonces para intentar resolver de alguna forma el fantasma del éxodo y la migración agraria? Nadie, ningún gerifalte de ese tiempo movió un solo dedo y apostó por el futuro de un mundo rural que ya entonces, de algún modo, había comenzado esa lentísima agonía que, en la actualidad, se ha hecho irreversible, pues los pueblos se mueren, se arrugan como nueces con la cáscara hundida en el barro del dolor. El mundo rural está condenado a una extinción que, según parece, no queda lejana. La crisis económica, con su falta de inversiones en pequeños lugares y rincones campesinos, ha propiciado la aceleración de la muerte del agro, la despoblación maldita de un universo afable, campesino, siempre castigado por la indiferencia de quienes mueven los hilos de un país donde los ricos son cada día más ricos y los pobres, más pobres. Así es la cruda realidad.

En los últimos meses parece estar de moda hablar de los pueblos y de la cultura agraria, pero hace unos años, tres o cuatro décadas, cuando uno escribía del campo o de su órbita era tratado --yo mismo lo sufrí-- de cateto o antiguo. Ahora, en cambio, han reinventado un puñado de artistas y creadores urbanitas la moda rural no como arma de aire ético, o reivindicativo, con un fondo moral, sino como un instrumento muy liviano que, a nivel literario, parece marchar bien. Yo no creo, sin embargo, en la mentira y la impostura de quienes recrean un mundo antiguo y ancestral que no han conocido en su esencia y lo utilizan para saciar su ego y encumbrarse a una efímera fama que no habrá de servir para recuperar la dignidad de ese mundo agrario al que, no hace mucho tiempo, miraron con indiferencia y con desdén. El mundo rural, aquel que conocí, con sus costumbres, creencias y valores, hace ya que murió, y aún sigo velándolo. Hoy ya no es posible su resurrección. Otra cosa distinta es apostar con entusiasmo, a través de inversiones y subvenciones estratégicas de tipo económico, por el futuro agrario y el porvenir de la gente que aún resiste --yo lo estuve haciendo hasta hace cinco años-- y sigue habitando cualquier pueblo de España, ese enorme país diverso, tan genuino, donde se desdibuja herido de silencio, abandono y desidia, ese ámbito rural en el que tuve la suerte de nacer y, por muchos motivos, no olvidaré jamás.

* Escritor