No importará mucho lo que uno opine aquí sobre la incomprensión, o el aislamiento, de aquellos a los que nos cuesta comprender que la única idea o noción de este país reside en la crepuscular silueta de una bandera ondeando en un balcón fruncido por un patriotismo exacerbado. No es más español aquel que más promete fidelidad a un himno o se emociona ante la imagen de un rey antediluviano presidiendo una sobria marcha militar. Respeto, ante todo, por principios democráticos, a la persona que piensa de ese modo. Pero mi espíritu vaga en otros ámbitos. Nunca creí que el aire de una patria lo pueda respirar solo aquella gente que ondea sus consignas contra aquellos que disienten con su forma de ver la vida alrededor con tanto ardor guerrero y tanto énfasis. El país donde vivo es ancho y sustancioso como la geografía del silencio que a veces silba y transita en las veredas más intrincadas de mi corazón. Por eso amo al que piensa y ve la vida de una manera muy diferente a mí. Mientras otros desean dar basura al enemigo, poner piedras en el camino a los más frágiles, expulsar del país a quienes vienen huyendo de la guerra, yo pongo, al contrario, mi tímida piedad para apagar las ascuas de su miedo a ser devueltos al infierno del que huyen. No tengo derecho, pienso, a vivir bien, medianamente bien, aun con estrecheces, mientras otros lo hacen cercados por el hambre y un olvido que huele a escombros, pólvora y betún.

Nunca miré a otro ser con displicencia o con galones de superioridad; al contrario, siempre lo hice, e intento hacerlo, con los ojos bañados por la gratitud y el débito. Siempre he intentado aprender de los demás; por eso hablo y escucho, miro y amo a aquellos que piensan de un modo diferente, aunque con su actitud dañen mi ánimo y me derroten en más de una ocasión. No acepto muy bien que la idea sea el dibujo de un lazo febril puesto fuera de lugar. Al final, las banderas y los lazos no son carne ni tienen fibra de amor o de armonía para tender la mano al enemigo. Por eso no puedo entender que ciertos símbolos susciten una orla de odio en torno a ellos. Hay que tender la mano, abrir el pecho, y abrazar la palabra del que piensa diferente a como nosotros lo hacemos. Esa es la clave. Yo creo en el dialogo más que en la soberbia. Mi única patria existe en el amor: soy feliz viendo felices a los demás. Mi idioma cabe en la luz centesimal que dora el acento genuino de otras lenguas que habitan el mismo país donde yo hablo. Mi alma titila en la diversidad: soy catalán, soy extremeño y vasco, soy valenciano, gallego y andaluz, igual que soy mallorquín o aragonés. No conozco otro idioma que el sosiego y el respeto a los que nunca han pensado como yo, aunque perciba que están equivocados y con su discurso siembran desarmonía. No me inspiran confianza quienes abrazan las banderas y acarician pistolas para demostrar su orgullo y su postura ideológica marchita. ¿Quién soy, me pregunto, para imponerle nada a nadie? Me asusta aquel que da voces y mete miedo proclamando que este país les pertenece exclusivamente a quienes piensan como él. Los patriotas en exceso, los violentos (de ambos lados), producen en mi espíritu un extraño sarpullido. Sus consignas ideológicas en el fondo me dan grima y, a la vez, una densa e insoportable lástima. No obstante, jamás me pondría frente a ellos, porque, en el fondo, los amo y me dan pena por no sentirse iguales a los demás. Qué triste es pensar hoy como hace un siglo, seguir respirando inmersos en la penumbra de lo dictatorial y lo grotesco. Por fortuna, la patria que añoran no es la mía, ni su país fulge dentro de los mapas que empecé a valorar después de mi niñez. Contra los que dan voces y meten miedo, pongo el sigilo azul de mis palabras, el burbujeo sin fin de la piedad que brota en mi alma como un centeno dulce sembrado en los prados apacibles del amor. Mi país no es aquel que amasa diferencias entre nobles y villanos, entre banqueros sin escrúpulos y apacibles ancianas desahuciadas de sus pisos vendidos al buitre gris del capital. La miseria y el frío que construye quien predica la homofobia y el odio, la desigualdad económica, desearía transformarlos en bienestar y afecto. El país que ellos defienden no es el mío; mi patria ideal cabe en el aleteo de un mirlo o en la mirada frágil de un anciano que llega del modo que puede a fin de mes asido con miedo a su minúscula pensión, mientras muchos patriotas desean regresar a una España cosida por los remiendos del olvido y las rancias cartillas de un racionamiento que se adhería a la piel de los humildes como una babaza lenta y sepulcral. Nunca añoré la luz de aquella patria donde el temblor sutil de mi inocencia percibía la ignominia de la desposesión de quienes tuvieron que huir de sus ideas para aposentarse en un espacio ajeno. Aquel frío país vetusto de posguerra es el que ahora desean resucitar algunos patriotas que ensalzan la altivez alcanforada y espuria de los amos con gomina en la sangre, esa España que Machado dibujó en unos versos firmes y esenciales, esa patria sombría que aún me hiela el corazón.

* Escritor