No es bueno escribir sobre lo que uno desconoce; no está bien dibujar las calles de París sin haberse mojado en ellas previamente ni haber pisado el brillo de su suelo una tarde de otoño junto a la torre Eiffel. La creación literaria sublima lo real. No podría escribir sobre el cielo de Manhattan sin haber sentido el humo de su atmósfera reverberando y silbando en mis pulmones como un polen sombrío en la atardecida. Uno aprende a escribir con el musgo del pasado impreso en los ojos y el presente nunca nubla el modo de describir la realidad que en cada momento tienes frente a ti. Pertenezco a un mundo perdido en el silencio de las casas vacías y los cielos derrumbados que mi niñez pudo contemplar sin poder percibir que iban a desaparecer. Y aunque actualmente vivo en la ciudad, mi mirada es rural y el modo en que hoy observo el mundo, todo lo que discurre en torno a mí, tiene mucho que ver con la tímida mirada del niño que contemplaba con asombro el discurrir de los carros y de las bestias regresando del campo a la hora del crepúsculo, cuando en los viejos caminos aullaba el viento y los charcos fijaban la virginidad de un cielo labrado de alondras y palomas de café.

Durante unas décadas, casi por sistema, la intelectualidad de este país --salvo raras excepciones-- ha despreciado lo rural, ese universo antiguo y clausurado por el resplandor violeta de los líquenes que el paso de la emigración dejó en la luz y en las sombras que aún duermen como perros bostezando en paredes cubiertas por la desolación. Despreciar el mundo rural era una moda. Quien ha sufrido en sus carnes ese desprecio sabe con propiedad de lo que habla. Hubo un tiempo, recuerdo, en que evocar en un poema las soñolientas hojas de un manzano o el silbo de un cárabo servía de inmediato para que la crítica ¿especializada? o el cultureta de turno, sabihondo, te tratasen de antiguo, de obsoleto o de patán. Estaba mal visto hablar de lo rural. Lo único que molaba, hasta hace poco, era escribir sobre el ambiente urbano o sobre ciudades exóticas y lejanas que, más de una vez, ni siquiera conocía de primera mano quien escribía sobre ellas. Pero daba lo mismo: quedaba siempre bien alabar a la urbe menospreciando al pueblo, a la aldea cateta, analfabeta y gris.

En nuestro país nunca estuvo muy bien visto escribir sobre asuntos de ámbito rural. No obstante, en los últimos años, tal vez debido a la aparición de libros interesantes como la España vacía, por ejemplo, del escritor Sergio del Molino, o Intemperie, la novela esencial de Jesús Carrasco, el mundo rural ha empezado a estar de moda en los círculos literarios más modernos y cosmopolitas de nuestra nación. No obstante, fueron escritores hoy consagrados como Antonio Muñoz Molina, con su libro El jinete polaco, y Julio Llamazares, con su imprescindible La lluvia amarilla, quienes más arriesgaron hace ya casi tres décadas apostando por un tipo de literatura absolutamente contraria a la alabada en aquellos años plúmbicos a nivel nacional. Ellos fueron, sin duda ninguna, los pioneros. Y hoy el mundo rural, esa España despoblada, no vacía (en lo vacío no hay vida, en esta sí), se ha puesto de moda irremediablemente y para tratar los entresijos literarios, culturales y artísticos de este feliz fenómeno la Delegación de Cultura de la Diputación de Córdoba dedica en este mes de octubre (comienzan hoy, día 18, y terminarán el día 20) unas interesantes jornadas literarias a las que acudirán escritores, poetas y cineastas de talla nacional. Se abrirá sin duda un debate suculento a través de mesas redondas, conferencias, charlas-coloquio y proyecciones cinematográficas, que ayudará sin duda a vislumbrar qué futuro le espera a ese mundo rural tan vilipendiado y castigado durante años, desde la posguerra, en un país que, la mayoría de las veces, se avergüenza de su pasado campesino. Por fortuna, no todo el mundo piensa igual: jamás me sentí avergonzado de ese ámbito al que pertenezco, pues en él nací. Quien ha visto crecer los líquenes y el musgo en el corazón de las casas abandonadas y llorar el silencio en el vientre de la luz que cae en los caminos al anochecer, o ha visto pudrirse el cuerpo de las norias en los huertos baldíos, y abrazarse los zarzales a los viejos adobes de una pared de arcilla perdida y disuelta en el montarral, sabe lo que es amar la tierna imagen de esa España rural, vencida, abandonada que, a pesar del olvido que flota sobre ella, permanece en la sangre de quienes la habitaron y se niega, por ello, aún a desaparecer.

* Escritor