Hubo un tiempo para la felicidad. Hubo un tiempo para la tristeza. Pero nunca hubo un tiempo para nosotros. Ni hubo un tiempo para aprender a bailar salsa. Ni el cielo era como nos prometieron que sería. Tardes de berbiquí y cerveza caliente. De apurar el paquete de Risketos. De dar por acabado aquello que compartimos, aquello sin nombre. Platos de Ikea. Sofás con chaise longue. «Soy un yonqui de la tele sin volumen a la noche, como pa no molestarla, aunque ella ya no está», cantaba Dolores Solá. Soy el fracaso de otras vidas. Mi felicidad es un cementerio de amores viejos. Lo celebro con ternura y botellas de vino de ocho euros. Ocho euros. Ni un duro más, ni un duro menos. Ocho euros es el precio que pago por olvidar el camino que recorrí y agarrarme al presente como un koala al eucalipto. Con esas diminutas garras. Peluche del demonio, koala. Cuánta maldad esconde tu disfraz ternísimo. A cuánta gente conocí como tú. Y les llamé amigos. Y cuántos me llamaron amigo, y luego les fallé.

Pero estoy aquí, ahora, en un piso alquilado, en el barrio de Nervión, a 139 kilómetros de mi ciudad. De una Córdoba incorregible. Echando de menos cada centímetro de su piel de acero. Su latigazo de asfalto. Los polígonos industriales. Los camiones de Sadeco. Sus locales vacíos. Mi dormitorio incorrupto. Las paradas de autobús donde nos besamos. Los taxis que no se pararon a recogerme. Parque Figueroa. Miralbaida. Ciudad Jardín. Fátima. Barrios que podría recorrer con los ojos cerrados, de punta a punta, sin tropezarme. La memoria es un hámster devorando a sus crías. La memoria es una estantería llena de libros que abandonamos a medias. He amado con tanta dureza y esa pasión que es como el gas que primero hace temblar el termo y luego se empequeñece y se mantiene ahí, llamita silenciosa y duradera, para calentarnos en el frío, para empañar los cristales, para fregar los platos. Entre aguantar y huir, decidí huir muchas veces. No hay valentía ni cobardía en salir disparado de donde no queremos estar. Es sólo electricidad al músculo. Un chispazo y luego la luz. Pero ahora quiero quedarme para siempre en este piso que nunca será mío. Que habito con entusiasmo. Persigo a mis hijos por el pasillo. Me atacan con sus espadas de gomaespuma. Finjo que me matan. Me tiro al suelo con los ojos cerrados. Se suben encima de mí y me reviven con sus besos.

Bares cerrados. Tanatorios siempre abiertos. Campañas retiradas. Ahora también se ofenden los que llaman a los demás ofendiditos. Tengo una opinión de cada cosa, pero apenas hablo ya de las cosas importantes. Hay turrón en los estantes. Anuncios de lotería. Veinte euros cuesta soñar. Hasta fantasear con ser ricos tiene precio. Tengo el ego de Ibrahimovic, la competitividad de Gattuso, el liderazgo de Kahn y el cuerpo del padre de Peppa Pig. He intentado volver a correr, pero me cuesta salir a la calle. Un esguince en el dedo anular me impide volver al fútbol. Hay un telón de tristeza cubriendo el escenario. Anoche se me saltaron las lágrimas viendo a Carlton Banks bailando el It’s not unusual de Tom Jones, porque nunca volveremos a aquellos días en los que el tiempo era vertical y no horizontal. Cuando crecer era un placer y no un abrazo a la tiniebla. Morir sin saber qué casilla debemos ocupar en el tablero es algo que no les pasa ni a los menospreciados peones. Avanzan recto, matan en diagonal. Digamos que no van de cara. Los peones, menudos enanos rabiosos. Qué lección de vida.

Hoy es sábado y seguimos siendo como esos huéspedes incómodos que no paran de hablar y no ven la hora de irse. La ciudad nos acoge por compromiso. La palabra no es consuelo. Miro atrás y veo los años como pisos peguntosos de un sándwich imposible de comer. En el grupo de whatsapp de padres y madres de alumnos alertaron de la presencia de piojos en la clase de mi hijo. Lo hicieron con gravedad y refinamiento. Hablaron de parásitos con formalidad ministerial. Al día siguiente, en la puerta del colegio, nos observábamos como pistoleros palpándose el revólver frente a un western saloon. El primero que se rascara, desenfundaba. Hay un tiempo para la felicidad y hay un tiempo para la tristeza. Hay un día para lo grande, y miles de días para lo pequeño. Hay días en los que uno mira atrás, y sólo desea recorrer los días con fiereza y en adelante.

*Escritor