Cuando elegimos a nuestros representantes, y sobre todo cuando lo hacemos pensando en quién va a ocupar la Presidencia del Gobierno, lo hacemos teniendo en cuenta no solo su proyecto político, sino también qué tipo de liderazgo representan. Es decir, en la determinación de nuestro voto acaban teniendo un peso esencial los modos y las maneras, las palabras y hasta los silencios, con que se definen ante la ciudadanía quienes pretenden convencernos de su capacidad para hacer posible la convivencia pacífica, el progreso económico, la justicia social y, en fin, aunque suene a utopía, la felicidad de los gobernados.

Después de escuchar en las últimas semanas a quienes aspiran a convertirse en presidentes de todos los españoles y todas las españolas, mis dudas en cuanto a quien me gustaría que nos gobernase se han ido despejando. Entre otras cosas, porque como sabiamente apuntaba hace unos días Iñaki Gabilondo, no me gustaría que este país acabe pareciéndose cada vez más a la casa de Bertín Osborne. Sin entrar a valorar los excesos directamente inconstitucionales de los candidatos de Vox, y siendo consciente de los vaivenes de un Rivera al que hace tiempo le vimos el plumero (por mucho que de manera perversa haya querido hacer de Clara Campoamor un referente imposible), me han parecido singularmente insoportables las palabras y los tonos de un Casado desatado que, al ver como la extrema derecha le gana terreno, se ha convertido en un vocero mal educado y agresivo. Un machito chulote que, pese a su rostro de niño bueno, nos muestra con sus gestos y discursos cómo es el hombre que no deberíamos ser.

Si algo nos sigue revelando la política patria, liderada por hombres y por una concepción masculinizada del poder, es su continuidad con las estrategias y el lenguaje propio de quienes parecen convencidos de que lo público es una especie de juego en el que demostrar quien la tiene más grande. Una dinámica competitiva más propia de un sujeto depredador, el mismo por cierto que reclama el mercado neoliberal, que de actores que deberían ser conscientes de la necesidad de cooperar para hacer de éste un mundo más habitable. De esta manera, la dimensión simbólica que también tiene la política democrática nos devuelve el espejo de unos sujetos masculinos que desconocen la empatía o la horizontalidad. Y que, por supuesto, usan un lenguaje verbal y gestual que nos remite a un esquema jerarquizado en el que las mujeres siguen ocupando una posición devaluada. Obligadas en muchos casos a imitar los roles patriarcales si quieren alcanzar el poder o mantenerse en él. Las eternas secundarias, las que acaban teniendo recorridos públicos fragmentados e inconsistentes, las que en segundo plano resuelven lo que ellos ensucian frente al respetable.

El escenario electoral que estamos viviendo, y en muchos momentos sufriendo, es de nuevo una magnífica oportunidad para constatar que nuestra democracia no solo necesita una revolución en materia de justicia social sino también la superación de una cultura política hecha a imagen y semejanza de quienes no tienen ningún reparo en reírle las gracias a Bertín. La cultura propia de una España de machotes de trazo grueso y de escasas habilidades para reconocerse como seres frágiles y, en consecuencia, interdependientes. La de aquellos que siguen creyendo que corbata, falo y potencia constituyen la santísima trinidad de sus privilegios. Esos en quienes muchos hombres se miran para reconocerse. En fin, una lección más sobre como la voz pública continúa prácticamente monopolizada por los «angry white men» y de, por tanto, la urgencia en hacer posible que otros cuerpos, otras palabras y otras miradas lideren el proyecto consistente en construir una sociedad democrática avanzada.

* Catedrático de Derecho Constitucional y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional Universidad de Córdoba