Es un cielo de cuarzo el que también asiste a la puesta en libertad de Carlos García Juliá. Uno siempre imagina los momentos más duros de la Transición con un manto de lluvia: esa lenta ceniza que se dejaba atrás para abrazar un firmamento despejado en el que pudiéramos vivir. Por poco estamos en enero, pero la fotografía de la escena, con un temblor de cuerpos sobre el piso del despacho de Atocha 55, sigue viva en los ojos de sus protagonistas. Ciertos instantes de felicidad o dolor nunca acaban: por mucho tiempo que haya transcurrido, aún se siguen viviendo. El atentado terrorista de la ultraderecha contra ese grupo de jóvenes abogados laboralistas aquel 24 de enero de 1977, el golpe más duro de aquel tiempo, ha tenido su penúltimo capítulo. Desde que en 1991 se le concedió la libertad condicional y la aprovechó para huir, la Audiencia Nacional había conseguido extraditar a García Juliá desde Brasil. Una vez en España, la misma Audiencia Nacional calculó que todavía debía permanecer más de diez años en prisión, porque sólo había cumplido su pena desde su arresto en 1977 hasta que se le concedió la condicional, en 1991, y escapó. Sin embargo, su defensa ha aprovechado otra sentencia: porque García Juliá, mientras permanecía en prisión preventiva a la espera del juicio por el atentado de Atocha, para intentar fugarse, secuestró al director de la cárcel de Ciudad Real, a su familia y a un funcionario. Esa condena posterior, dictada por la Audiencia Provincial de Ciudad Real, la ha usado su abogado para trasladar allí el asunto, por haber sido el último tribunal que lo juzgó. Y le han aplicado beneficios los penitenciarios que lo han puesto en libertad. Queda el recurso de inconstitucionalidad. Desde la fase de instrucción, siempre ha habido en el crimen de Atocha demasiados claroscuros procesales. Y los asesinos, como en el lienzo de Goya, seguirán de espaldas. Pero esos abogados siempre encarnarán la luz inaugural de nuestra democracia.

* Escritor