Recuperar el fuego de vivir en la última vuelta del camino es la normalidad que debe alzarse. No una nueva ni tampoco la vieja, sino ese extracto limpio de las horas que pueden devolvernos lo que no hemos perdido. Vivimos un amarre a la noticia, estamos en un puerto con tablones podridos en el embarcadero que apenas nos permite contemplar la fiebre del océano, la fuerza rutilante de la vida que nos mira de frente y nos convoca en las olas. Sin embargo, miramos: la realidad es la luz de una terraza donde unos pocos hombres y mujeres guardan la distancia de seguridad, o no la guardan, mientras todos seguimos aparentando, como escribió Carmen Martín Gaite, que lo raro es vivir. Ahora viene otro tema que nos suena a locura programada, potenciando la creencia de que el covid-19 ha nacido en un laboratorio: hablo del nuevo virus de los cerdos que ha sido noticia esta semana, porque también puede contagiarse a los humanos y volverse pandemia. Otra, se entiende. Y también de China. Es como si la teoría económica de tocar fondo en las crisis, cuando ya no puedes bajar más, no tuviera sentido en la vida real. Porque la vida no es una excavadora, sino una taladradora muy severa de cualquier fondo posible; y, una vez que lo tocas, una vez que estás en ese abismo con el suelo duro, de piedra diamantina, no te preocupes, que luego llegará esa taladradora de la vida para picar la roca y demostrarte que cualquier caída puede volverse más profunda. No se trata tanto de pesimismo, como de lucidez: ojalá nos equivoquemos, pero no sería extraño aventurar que, cuando muchos ya creen haber salido del letargo por el coronavirus, cuando se abren de nuevo muchas vías aéreas y las respiratorias, aún pueden volver los días más oscuros.

Todo eso puede ser, tal vez será. Y, sin embargo, necesitamos vivir. Necesitamos tocarnos. Necesitamos llegar a esa última vuelta del camino sin dejar de mirarnos a los ojos al decirnos que los buenos tiempos volverán. No unos buenos tiempos infantiles, no unos buenos tiempos de bailoteo naif en los balcones y cancioncitas de ocaso, sino una realidad por la que aún será posible esforzarse y vivir. He echado de menos, y lo extraño todavía frente a la crisis financiera en ciernes, que amenaza con ser la más brutal que hemos sufrido, la llamada al esfuerzo, al trabajo y la fe. Una llamada férrea a esa creencia individual siempre, y colectiva a veces, de que las cosas que de verdad merecen la pena ser vividas, en su triunfo o derrota, solo pueden sacarse adelante con esfuerzo y trabajo.

Es decir: no esperar el maná, no cargarlo todo en la suerte de los políticos, que al final están solamente al alcance de lo que son, sino exigirnos a nosotros mismos: porque sabemos que el fin es ancho y amplio, es un horizonte en carne viva que nos mira y nos habla, con un lenguaje a veces muy cifrado, acerca de la existencia que querríamos vivir. Nadie nos habla de eso. Ni en los planes de estudio, en los que ya se habla de pasar a la gente con asignaturas suspensas infinitas, se ha valorado en serio que todo cuanto merece la pena o la alegría de vivir solo puede sacarse adelante con esfuerzo y sacrificio. Un poco Winston Churchill en los discursos: amigos, hay que fajarse, porque el horizonte se ha enconado, y lucharemos en las playas con sangre, sudor y lágrimas, por el mero derecho a resistir. Ya sé que no es un mensaje habitual, ni en los planes de estudio ni en las voces políticas, tan dadas a la victimización, pero es la única forma de salir adelante, de despejar senderos de hojarascas que luego nos impidan ver no el bosque, sino el próximo paso.

Después de la anestesia general de este confinamiento, y una vez recuperadas las terrazas y los paseos al atardecer, ahora hay que volverse unos fajadores en la lona, resistir y vivir, y sin dejar a un lado nuestro juego de pies. Ese fuego vivo entre la existencia y la exigencia hay que recuperarlo, más allá del mar de la tranquilidad que ahora se ofrece, porque estamos cansados. Pues bien, tomemos fuerzas, porque quizá este invierno venga duro. Volved a vuestro hogar, abrazad a las gentes que se quedaron lejos, dejaos mecer un poco por esa sensación ligera y amplia, de brisa adormecida, de que todo va a ir bien, como si al escribirlo y pintar un arco iris fuera a hacerse verdad. Nos espera la acción. Es el fuego vivo el que nos habla, con su lenta aspereza de vivir: vaya bien o mal, aquí estaremos. Recuperando el ritmo, la pegada, nuestra llama en los labios. Ahora empieza lo bueno.

* Escritor