Desde hace semanas se nos interpela, y más ahora, en el crepúsculo del otoño, a observar el belén en que hemos convertido la ciudad. Con el amanecer de diciembre ya proliferan adornos y luces por doquier, instalados en algunas urbes desde comienzos de noviembre, así como mercadillos con dulces navideños que nos venden a toda prisa desde el principio mismo de la estación; asistimos a comidas llenas de compromisos fugaces, participamos de loterías y regalos que, un año más, nos obligan a comprar, mientras los cansinos villancicos, en los nuevos templos del consumo donde ya se adora al nuevo dios, llaman a la puerta de nuestra conciencia. Brillo, poder y gasto que penetran hasta las entrañas de la Iglesia, más acomodaticia al mundo de lo que ella misma cree; y si no, vean cómo, imbuida por el espíritu de la Navidad, no olvida plantar el abeto con sus bombillas junto al obelisco que, llevado a Roma desde Heliópolis en tiempos de Calígula, albergó según una tradición medieval las cenizas de Julio César y custodia hoy incluso un fragmento de la santa Cruz, junto al que se yergue su imponente Basílica ante la majestuosa mirada de la columnata que Gianlorenzo Bernini diseñara en su día para la plaza de san Pedro. Pronto llegará el solsticio de invierno, mal tiempo para pasar la noche al raso y oportunidad única de la que brota toda esperanza, así como un poco de luz y de alegría. Esa noche, multitud de personas no tendrán banquete, ni tampoco dádiva alguna que poseer, por formar parte viva de la exclusión social. Aunque, eso sí, disfrutarán al menos de la satisfacción íntima de saber que, como pobres, Cristo estará con ellos, y nada más que con ellos, como un excluido más que fue y es todavía. Mientras, las luces nos incitarán al consumo más desaforado, a las desmesuradas compras de cada año y a la ya cercana noche en la que se nos invita a la contemplación del Misterio. Para quienes nos consideramos creyentes pronto nos habrá nacido el Salvador, quien se hiciera hombre para vivir entre nosotros, con su propia coherencia en la pobreza y el único propósito de darnos todo su amor.

¿Cómo no pensar durante estas fechas en las desigualdades existentes por todo el mundo? Tal vez el verdadero mensaje de esta postal de diciembre no debiera ser otro que el de apostar por la opción de los más desfavorecidos y por esos valores que tanto predicó el mismo Jesús de Nazaret, quien sí supo rebelarse contra el poder de su época. Hoy nuestra respuesta debiera ser firme a favor de las causas más justas y, sobre todo, ante cuantas preguntas nos formulen a diario desde ese mundo que sufre, y al que continuamente damos la espalda. Habrá quien se cuestione el traerlo a colación en este día del mes y no en cualquier otra jornada del año. Lo hago simplemente porque estamos en puertas de la Navidad, un tiempo recio para el devenir humano.

Me parece que su anuncio festivo es que Jesús nació para darnos un radical mensaje de paz y de amor. Durante su celebración acontece Dios en la persona de su Hijo, lo que nos insta a vivir como hermanos en este tiempo de fiesta, por otra parte muy propicio para descorrer el velo tras el cual se oculta su Misterio que, con afinidades y desemejanzas al de otras religiones, de nuevo se nos hace presente. Por ello, cuando llega el mes de diciembre, siempre me vienen a la memoria aquellos hechos acaecidos en la Iglesia durante sus primeros años, y que tanto dieron que hablar a lo largo de los tiempos; igualmente, pienso en que nos hallamos ante un período dentro de la ordenación del tiempo y de nuestra propia vida social, del cual no puede estar ausente la religión, al menos para mí.

Por ello, la llegada de la Navidad siempre me insta al comportamiento solidario y a la práctica de los valores que emanan del portal de Belén. Los defiendo ahora para mantenerlos vivos en mi conciencia y para que primen en ella sobre otros mucho más hedonistas; y también, cómo no, abogo por un tiempo festivo que me haga meditar sobre el ser justo y solidario. Porque la Navidad, para mí, no es un período más del año, sino un estado de la mente que me hace valorar la paz, la justicia o la solidaridad, y así poder comprender su propio significado; de ahí las palabras de Cristóbal de Santa Catalina a sus hermanos hospitalarios: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿A qué viene? ¿Por qué viene?». Verdad que nos tendría que hacer reflexionar para dar sincera respuesta a sus interrogantes.

Cuando estamos en el umbral de un cambio, que oculta sus valores más hondos en una celebración tan polisémica como es la Natividad del Señor, en la que todo cabe, solo deseo afirmar que, en las noches más tempranas del invierno, el Niño Dios sea bien hallado. Y que en nuestros corazones ojalá fuera siempre Navidad.

* Catedrático