Veinte años antes de que tuvieran lugar unos sucesos revolucionarios cuyo epicentro fue la capital francesa, Carlos Marx finalizaba El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852) con estas palabras: «Pero si por último el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la Columna de Vendôme». Como Luis Napoleón se convirtió en Napoleón III, eso fue lo ocurrido durante los acontecimientos de la Comuna de París en 1871. No era la primera vez que se producía un hecho de este tipo, y tampoco sería el último. En estos momentos vivimos el último episodio de derribo de estatuas con motivo de las justas protestas contra el racismo en Estados Unidos, pero con errores en cuanto a las agresiones escultóricas, como ha ocurrido en los últimos días en el caso de fray Junípero Serra, o la cometida contra una escultura de Cervantes, a todas luces incomprensible.

En la capital cordobesa una de las destrucciones de monumentos, acaecida hace un siglo, fue la del dedicado al ministro y diputado Antonio Barroso y Castillo, situado en el lugar que hoy día ocupa el que conmemora a Julio Romero de Torres. Ocurrió el 17 de febrero de 1919 con motivo de una manifestación anticaciquil promovida por la minoría regionalista y republicana de Córdoba. Se rompieron cristales en el Círculo de la Amistad y en el Mercantil, y después un grupo de manifestantes se dirigió hacia el Paseo de la Victoria, donde parece ser que alentado por las palabras del anarquista egabrense Salvador Cordón se produjeron los ataques con piedras que destrozaron el monumento. Cordón fue detenido de inmediato como inductor y pasaría buena parte de ese año en la cárcel, si bien él mismo relataría que la policía tenía preparado un auto de prisión en su contra desde cuatro o cinco días antes. Conocemos detalles de aquellos hechos, así como de la trayectoria de este anarquista, que transformó su apellido en Kordhonief, prolífico en sus libros y artículos, gracias a la investigación de Alberto Gay Heredia, publicada hace unos años en una revista egabrense, El Paseo cultural.

En cada uno de los casos que podamos citar de destrucción de estatuas, o de vandalismo si queremos llamarlo así, cabe analizar el contexto en que se produce y el grado de indignación existente contra el personaje por sus actos o frente a lo que representa, porque podemos encontrar ejemplos de ambas situaciones. Pero también cabría preguntarse acerca de por qué se ha levantado ese monumento, si el representado merecía o no ese homenaje público por parte de los ciudadanos. Porque en muchos casos el objetivo que se pretende es conmemorativo, al tiempo que se persigue mantener el recuerdo de alguien que debe ser considerado como ejemplar para la comunidad. En el caso de España contamos con un estudio de interés sobre este tipo de esculturas para una etapa muy concreta en el trabajo de Carlos Reyero: La escultura conmemorativa en España. La edad de oro del monumento público, 1820-1914. Ese estudio podría ser aplicado a otros momentos de nuestra historia (quizás se haya hecho y lo desconozco), pues nos ayudaría a poder explicar la existencia de algunas esculturas, para mí difíciles de justificar. Es el caso de la que hace pocos años se instaló en Cabra a una de las figuras significativas de la dictadura franquista, el ministro José Solís Ruiz, sufragada por una cuestación popular pero a la que el ayuntamiento cedió un espacio público privilegiado, e inmerecido dado su papel durante el franquismo. Cuando paso por allí, a veces hay un individuo que habla con la estatua, y un día escuché que le decía: «¡Ay, don José! ¡Lo que han cambiado las cosas en España! ¡Ahora vienen aquí a trabajar hasta desde Rusia!». Le faltó añadir: «¿Para esto hicimos la guerra?».