Arde la calle al sol de poniente, hay tribus ocultas cerca del río con su incendio en las manos. No debo de ser el único que recuerde esta canción de Radio Futura estos días. No se acerca el verano, sino una manta ardiente sobre la piel desnuda. El aire es lo que quema, es una combustión interna en los pulmones. Hemos reventado unas ciudades sin apenas espacios verdes, como un templo infinito de asfalto y de hormigón. Por eso se levanta el pavimento rosáceo del Puente Romano: porque el calor se mete entre las juntas, las rompe desde dentro, las hace saltar bajo los pasos. Se han tapado las grietas con puñados de arena, para que la gente pueda seguir pasando por ahí -hace falta valor, y sigo con la canción, para atravesar el Puente Romano con este fuego duro y vertical en los hombros--, pero llegará un día en que no podremos ni siquiera echar arena mojada sobre el aire: cuando no haya estaciones y sólo tengamos el verano desértico.

No pensamos en él. Aquí, como en todas partes, estamos en otras cosas: en el carácter plurinacional de España, por ejemplo, para el PSOE. Pero dentro de no demasiado tiempo no habrá naciones que reconocer ni muros cortantes que fortificar, porque la mujer y el hombre no pueden sobrevivir en un verano perpetuo, con su flama en los huesos. Si ahora el aire se ha vuelto irrespirable, pensemos cómo puede ser en 2100, con las ciudades padeciendo una subida de las temperaturas de entre 8 y 9 grados. Lo explica Francisco Estrada, del Instituto de Estudios Ambientales de Ámsterdam y co-autor de una investigación que ha analizado las temperaturas de 1.692 ciudades entre 1950 y 2015. Así, las caídas del PIB llegarían hasta el 1,7%, por año, hasta 2050, y hasta 5,6%, en 2100: porque cuando hablamos de calentamiento global todavía hay mucha gente que lo evoca como una excentricidad de los ecologistas, una paranoia de unos hippies que abordan petroleros con sus barcos de pesca. Pero el cambio climático, y la lucha por detenerlo, no es una cuestión solamente ecológica; o sí, porque sin ecología no habrá crecimiento, ni economía, ni vida. El calentamiento no sólo dispara los costes energéticos, sino también los sanitarios, como consecuencia del detrimento gigante de la salud pública. Todo será más caro. Viviremos peor y moriremos peor.

Es increíble pensar que las ciudades concentran únicamente el 1% de la superficie del planeta, pero consumen el 78% de sus recursos energéticos, al producir nada menos que el 60% de todo el CO2 liberado a la atmósfera, mayoritariamente por la combustión de carbón, petróleo y gasolina. Nos hemos convertido en islas de calor. Porque sin jardines con plantas que proporcionen fotosíntesis, y consuman ese calor externo, no se elimina del ambiente. Si sustituimos la fotosíntesis por un aluvión de aparatos de aire acondicionado, con la red eléctrica saltando por los aires, el resultado es una bomba de aire caliente sobre nuestras cabezas, como vemos en Córdoba. Hacen falta más parques, terrazas verticales ajardinadas y fachadas que incorporen una capa de vegetación, porque también se consideran superficie urbana y reconcentran el calor.

Esto, que dicho así suena entre futurista y utópico, se lleva aplicando desde hace tiempo en ciudades pertenecientes al C40 Cities, la red mundial de grandes metrópolis contra el cambio climático, con otras medidas, como la recogida de agua de lluvia. Pero hay muchas más que podemos llevar a cabo. Según Greenpeace, las claves serían: ahorro energético, el impulso a la energía solar -pero no contaban con el impuesto al sol del Gobierno del PP-, la construcción sostenible, el consumo responsable, con menos basura, el compostaje, o reutilización de la materia orgánica como abono en la tierra, sustituyendo a los abonos artificiales, el uso racional del transporte y la limitación de la especulación del suelo, para no acabar siendo un planeta completamente edificado.

Las ciudades tienen un margen más amplio del que parece, porque los Estados no hacen nada. Córdoba debería ser pionera; pero aquí seguimos, en una resistente pasividad. Y claro que hay opciones: Nueva York emitió 60 millones de toneladas de gases de efecto invernadero en 2006 por su consumo de alumbrado, aire acondicionado y calefacción; pero en 2014 redujo su emisión en 11 millones de toneladas, y siguiendo encendida toda la noche, tras prohibir la variedad más sucia de petróleo para la calefacción y usando el gas natural para la electricidad. En fin, que puede hacerse y sólo hay que querer.

* Escritor