Hablo de asuntos que a pocos les agradan. Escribo de amor y la oscuridad me abraza como una sustancia lánguida y veloz que se adentra en mi alma emborronando mis ideas. Escribir es sentirse infinitamente solo, sentir que en los labios el mundo cristaliza y, sin embargo, no puedes expresarlo. No logras captar su lento resplandor o la leve alegría que a veces deja en ti, porque en tus palabras llueve la amargura y una desesperanza irrenunciable. Hay días que paseo sin prisa junto al río que atraviesa el temblor de esta cálida ciudad y mis ojos se van, huyen de mi cuerpo, para conectar despacio con los peces y los patos azules que bordan la ribera mimetizándose suaves con la fronda. Levanto la vista, al volver los ojos a mí, y la dejo posarse en la faz de la Mezquita sintiendo en mi alma un feliz estremecimiento, aunque sé que, en el fondo, esto no le importa a nadie que no sienta o perciba el fulgor que hay en el aire cuando paseas al pie de la Ribera y el Guadalquivir gime quejumbroso entre los chopos esbeltos de la orilla pronunciando un murmullo dulce y quijotesco. Escribir aquí, en Córdoba, es pasear con la mirada y dejar que los ojos salgan de ti mismo para posarse en la felicidad que está fuera de ti y reside en las callejas recoletas y dulcísimas de la Judería. ¡Cuántos ángulos inéditos, limpios, rutilantes guarda esta ciudad que a diario se me escapa igual que una trucha en la claridad de un lago rodeada de un frío rojo e incandescente! Córdoba escribe por mí, yo no la escribo: ella es quien dibuja mi amor cuando me abro y extiendo mi ser, tan breve y tan minúsculo, en la inmensidad azul de sus rincones de los que brota una armónica alegría que se ayunta muy pronto al temblor de mi tristeza confortando el desierto que, a veces, hay en mi alma.

Desde hace tres años habito esta ciudad --que habité, sin embargo, ya hace cuatro décadas--, y puedo decir que hoy no soy el mismo de aquella edad lumínica e inocente. Hoy Córdoba vive y pasea por mi interior, y, en otro tiempo, yo la contemplaba y pisaba sus calles como un trémulo gorrión que busca un alero en el que poder dormir antes de que el crepúsculo se vaya. Hoy visito rincones, tabernas familiares, que antaño pisé, y otras nuevas sin embargo como Gamboa o Rincón de las Beatillas, y hablando con Elo, con Nico, o con Antonio, siento que los conozco desde siempre, y esa sensación extraña y prodigiosa me mueve a escribir y a hablar de esta ciudad con una ternura especial, desconocida. Me ocurre lo mismo al entrar en Salinas o El Tablón (dos tabernas esenciales, amables, acogedoras) donde me reciben Pedro y Manolín, o ese niño grandote, tierno y bondadoso, que es Rafael, dueño del Tablón, con quien me saludo al pasar junto a su bar donde tanto charlé y vi el televisor cuando él era pequeño y su padre aún respiraba en este lugar cercano a la Mezquita donde el corazón se te abre y se te ensancha. ¡Qué lujo es pasar despacio, de puntillas, por la ciudad más linda del planeta y escribir sobre ella sintiéndote paloma, naranjo o palmera, jazmín de cualquier patio! Antes yo fui muy triste, y ahora, aquí, no lo soy tanto, porque el amor que impregna los rincones de esta Córdoba eterna, cálida y sublime, inyecta en mi espíritu un consuelo extraordinario, el prodigioso murmullo de una paz que es, también, alegría, ternura y esperanza, aunque el mundo terrible siga aún gimiendo ahí fuera como un animal de piedra incombustible. Aquí miro la vida, es verdad, con otros ojos, y el mundo por fin no se me derrumba tanto, ni deja dentro de mí tantos cristales, tanta desolación, tanta amargura. Es verdad que aún me duele el dolor de esos mendigos que, a diario, transitan y cruzan junto a mí como ectoplasmas bordados por el viento. También es verdad que lanzo mi perdón mil veces, y cien mil si es preciso, hacia aquellos que me ofenden, o incluso me odian y dañan sin motivo. Pero mi corazón ya no es el mismo que el de hace unos años, porque aquí, en esta ciudad, se ha cubierto de luz, de una mansedumbre extraña que quizá en otro tiempo nunca estuvo en mi interior ni habitó como ahora la estancia de mi sangre. Córdoba me hace aún más frágil, más sencillo, y paseo por sus calles a diario como el niño que se ha escapado un instante del colegio para sentir la luz que late fuera y no podía ver unos segundos antes cuando se hallaba aburrido y enclaustrado. Hoy me siento ese niño asomado al exterior. Escribo aquí, en Córdoba, y observo en la pantalla humilde y minúscula de mi ordenador como corren por ella jazmines y naranjos.

* Escritor