En los cafés y en los medios se empieza a escuchar el rumor de la duda: «¿Se estará pasando de frenada el juez Pablo Llarena?, ¿no sería hora de aflojar la cuerda y dejarlos volver a casa para que no se dispare el victimismo y con él el independentismo?, ¿no parece que estos jueces están haciendo la política que debería hacer el Gobierno?». Por ahí anda el ambiente, descartando a los que se alegran de los encarcelamientos, pues el deseo general es que se acabe esta pesadilla y volvamos a la normalidad del «España nos roba» con la que hemos convivido sin problemas desde hace más de un siglo, normalidad basada en llenarles la faltriquera a esas razas superiores que habitan bajo el aire de los Pirineos. Como lo bueno de no tener respuestas es la posibilidad de hacer preguntas, ahí va otra: ¿Qué quedará en la Historia de todo esto? ¿Serán unas líneas o un capítulo? ¿Conseguirá este delirante episodio secesionista alterar el futuro o ni siquiera la siguiente generación de Puigdemonts o de Roviras, nacionalizados belgas, se acordará de por qué está en el país del chocolate y de la más cruel colonización que recordarse pueda? Quizá los jueces estén dispuestos a dar un escarmiento que, en realidad, consiste en atribuir al delito su verdadera importancia o trascendencia, por muy buenos chicos que sean. Lo cierto es que algunos se fugan y otros pagan el pato, y con su jueguecito republicano nos distraen de que el beneficio de las empresas ha crecido un 7,4% y los salarios un 0,2%.