El pasado jueves 25 de octubre, el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, y Rodrigo Rato --camino de la cárcel-- pidieron perdón a los españoles. El primero se presentaba humilde ante la sociedad tras el escándalo de haber parado un fallo de una de las secciones de la Sala de lo Contencioso del máximo tribunal que imponía a las instituciones financieras el pago del impuesto de las hipotecas que ahora corre a cargo del consumidor, y el vicepresidente Rato, quizá por causa de tanto engolfamiento probado con su tarjeta black y, es de suponer, que contrito por los demás alargues de mano que se le investigan. No son dos casos similares en absoluto. El señor Lesmes no ha cometido delito alguno. Les une solo la petición pública de perdón y la gravedad de los hechos que cada uno soporta.

Con todo, es el caso del Tribunal Supremo el que apabulla ahora. Otra institución del Estado que trastabilla, otros cimientos antes de granito que ceden. La crisis económica, que mutó en política e institucional luego, arrollando a gobiernos, después, al bajar la marea dejó al descubierto algunos malos pasos de la Corona que aún la laceran.

El presidente Rajoy, con sobrada mayoría parlamentaria, sin embargo, envió a primera línea de batalla a fiscalías y audiencias en socorro de «la patria en apuros». Fue tanta su insistencia que a punto estuvo de achicharrar al Tribunal Constitucional en su intento de detener con la Constitución y las leyes la rebelión separatista catalana. Ahora el prudente rey Felipe ayuda a poner sordina a la contestación monárquica, aunque muchos en derecha e izquierda advierten una campaña en marcha para derribarle. También el TC parece retornar a su recogido y laborioso silencio roto solo de manera natural cuando da a conocer sus fallos.

Así que mientras consentimos con el debate político y parlamentario, tantas veces y frívolo y por desgracia cronificado, irrumpe el volcán del Supremo endilgando, y luego parando, el impuesto sobre hipotecas a los bancos. La suya ha sido una pifia enorme que ha llegado a todos los españoles; porque nadie desconoce qué es una hipoteca y cuánto sudor se derrama haciéndose cargo de ella. El enfrentamiento entre jueces alarma mucho más que entre políticos. La bofetadas dialécticas entre los últimos las hemos normalizado, pero entre togados de máximo rango nos llegan como un escándalo. Han llevado la tensión a tal extremo que se nos ha dicho que su fallo podría llevar a la banca, que se salvó de la crisis del 2008, a la quiebra. Y a la decepción más absoluta de la mayoría de ciudadanos si al cabo se revoca el fallo que les libraba de pagar el impuesto.

Estos episodios tan lamentables no ocurren a causa de la improvisación o por descoordinación como se nos quiere convencer, sino que son la consecuencia de fuertes discrepancias internas, de luchas intestinas en las que los diversos pareceres jurídicos tienen menos relevancia que las gonadas, los egos y las inquinas. La imagen del Tribunal Supremo desnudo es más inquietante y patética que la de cualquier otro poder del Estado, pues la ley es el último refugio del ciudadano.

También aquí asoma la bandería, o sea, la flecha con punta de diamante que con más afán buscan aquellos a los que tanto estorban las leyes. Es de imaginar el frotar de manos de los separatistas y los grandes mafiosos. Porque se les abren boquetes procesales inéditos por donde atacar. Así que casi todas las grandes instituciones están dañadas y cubiertos de tizne y polvo sus primeros capitanes. Nada hay más urgente que su reconstrucción.

* Periodista