La detención de Carles Puigdemont y el auto de procesamiento del juez Pablo Llarena ha dado un nuevo protagonismo a los autodenominados Comités de Defensa de la República (CDR). Se trata de una facción del movimiento independentista inspirada en el modelo castristas y que se ha dedicado en la última semana a protagonizar diversos cortes de carretera y sabotajes a los peajes para pedir la libertad de los que llaman «presos políticos». Estamos ante una forma de protesta que viola la legalidad democrática pues no se ampara en el derecho de manifestación y que bordea la insurrección con la que una parte del movimiento independentista coquetea desde el referéndum ilegal del 1-O.

Ante esta actuación que carece de legitimidad alguna, los cuerpos policiales y la justicia deben actuar con una dosis a partes iguales de contundencia y proporcionalidad para señalar un nuevo camino intransitable para quienes que amparados tras la palabra democracia no quieren otra cosa que la imposición de sus ideas y de sus métodos. Pero el fenómeno exige también una respuesta contundente por parte de la clase política y de las entidades que han protagonizado la mayoría de las movilizaciones a favor de la independencia, Ómnium y la Asamblea Nacional Catalana (ANC), que tienen ocasión de demostrar, posicionándose frente a esta escalada, la vocación pacífica que pregonan.