El mito es la sublimación catártica de la realidad, y el símbolo, su tótem vivificado. Pese a todas las turbulencias que venimos conociendo en los últimos tiempos, la influencia de aquel 14 de julio del país vecino sigue iluminando la arquitectura de todas las naciones que quieren seguir la estela del Estado de Derecho. El mito, cómo no, también se empequeñece por la realidad de los hechos. Por eso, hay que trascender de lo verídico para acercarse al tuétano de lo esencial. La Bastilla, el símbolo de la Revolución Francesa, no se cuestiona pero puede distorsionarse por la crónica de lo acontecido. Para empezar, una semana antes del trascendental asalto, el marqués de Sade era uno de sus ilustres prisioneros. Cuando los revolucionarios liberaron aquel símbolo de la opresión absolutista, solo se encontraron con 7 presos (cuatro falsificadores, dos dementes, y otro libertino aristocrático como el marqués de Sade, el conde de Solages, recluido en la Bastilla por petición familiar).

Sin embargo, el mito de aquel presidio del Terror lo fraguó en buena medida un personaje pintoresco: Latude, antiguo soldado de fortuna, que le envió un mensaje a madame Pompadour para advertirle que recibiría una bomba en una carta. La favorita de Luis XV estaría eternamente agradecida con su salvador, de no ser porque el remitente de la carta bomba iba a ser la misma persona. Lo trincaron en su torpeza, y pagó varias veces su culpa en La Bastilla. Lo digo porque se fugó más que Papillon; en una ocasión haciendo uso de una escala improvisada con camisas y usando como peldaños las maderas ofrecidas a los presos para calentarse. Tras el triunfo de la Revolución, Latude se enroló en el espectáculo itinerante de Pallay, donde se dramatizaban los sucesos del 14 de julio y el rememoraba sus cuitas anteriores, enseñando a los espectadores la escala, los cuales parecían venerarla como la Sábana Santa.

Latude vino a ser para la teatralización de la Revolución Francesa lo que Búfalo Bill y Toro Sentado en su circense recreación de la conquista del Oeste. Es más. Pallay podría ser el verdadero padre de los souvenirs, pues con los bloques demolidos del siniestro castillo hacía pequeñas réplicas de la Bastilla. Un avispado que ganó una gran fortuna.

¿Se habrá distraído Pablo Iglesias como vendedor de Bastillas? El líder de Podemos siempre se ha encontrado a gusto en la codicia del ventilador. Incluso, tras la estrepitosa derrota de esta jornada dominical, ha repetido el mantra de la autocrítica profunda. Sin embargo, después de tuitear una vez más una autocrítica profunda, esta reiteración no implementada cada vez más recuerda el “marchemos todos juntos, y yo el primero, por la senda constitucional”.

Gusten o no los resultados, en estos comicios ha ganado la moderación, si bien en Euskadi viene trufada por el cinismo de un nacionalismo que no ha expiado definitivamente los fantasmas de la violencia. Todo lo contrario de un vicepresidente del Gobierno que prepara el cebo de la monarquía para eludir sus propios errores, a sabiendas que virtualizar el final de los Borbones conjuga a medio plazo la rentabilidad de lo imposible; que desprecia las metonimias, mezclando lo institucional con el activismo; que metaboliza al mensajero, entendiendo que toda crítica es un mal nutriente llamado disidencia; que amaga con un machismo papichulo pese a pontificar tanto feminismo de brocha gorda. Parece que Podemos se ha quedado congelado en un instante proustiano. Y no precisamente, en la primavera del 15 de Mayo de aquel lejano 2011. Sus miras están en la tramoya de Palloy, en la exaltación de la escala de Latude, contado con el histrionismo de unos malos comediantes.

* Abogado