Estoy en esa edad en la que todo se vuelve superfluo menos la salud; esa en la que descubres que vas a sumar menos que lo que tendrías que restar del total; esa en donde lo efímero se convierte en un suspiro y lo eterno sencillamente no existe; esa en donde tienes aún todas las fuerzas, pero precisamente por eso comprendes que no puedes malgastarlas; esa en la que aún lo puedes todo pero solo quieres la mitad; esa en la que te has vuelto tan selectivo que a veces puedes parecer hasta huraño; esa en la que el tiempo es el mayor tesoro y desperdiciarlo el peor delito.

Estoy en esa edad en la que la declaración universal de derechos empieza por uno y termina por el mismo: ser feliz por encima de todas las cosas, o al menos intentarlo, con las personas, con lo que hagas y hasta con las cosas que te rodean.

Estoy en esa edad en la que puedo declarar sin sonrojo que no hay nada mejor que un Magnum de chocolate negro mirando al mar; el olor de la madera de olivo que crepita con el calamar espetado; un chupito de limónchelo después de las gambas a la plancha mirando los barcos de la bahía; la calada de un Chester hasta el fondo mirando las olas que rompen a tus pies; la luz de la luna en las noches de verano; una película -da igual la que sea- en una sesión de cine de verano; leer el periódico con la tostada de AOVE (aceite de oliva virgen extra) por delante y un buen café intensidad máxima... y que nadie te interrumpa; andar a las 8 de la mañana hasta que las piernas se aflojen; escuchar la música de tu vida con los AirPod y que el resto del mundo no lo sepa; una tarta de chocolate siempre después del arroz con bogavante; bañarte desnudo cuando no hay luna y no saber qué tienes bajo los pies; mirar pasar la gente desde la cristalera de un café intrascendente; el último mojito de la tarde cuando el sol se pone allí, al fondo; y cuando llega el final del día dormir acurrucado... y lo que venga.

Estoy en esa edad en la que es una obligación moral rehuir a los tristes, desterrar a los que te chupan la sangre y a los que te resten felicidad; reírte de los prepotentes y de los que se creen que lo saben todo; salir corriendo de los que le ponen pegas a todo y además no buscan soluciones a nada; declararte insumiso de los que quieren dirigir las vidas ajenas, incluida la tuya; condenar a los eternos salvadores, que nada salvan que no sea su propio ego; y, en fin, huir de los que no tienen otra cosa que pensar que en cómo joderte, de los que no te aman, de los envidiosos, los chulos y de los sin gracia. Para ellos, como dijo a aquella edad Fernando Fernán Gómez,... ¡A la mierda!