La resaca de los fastos del 40 aniversario de la Constitución bien nos puede servir para valorar la importancia de la Carta Magna y el avance que supuso en términos de cambio histórico: lo que nos ha aportado desde entonces, con sus luces y sus sombras, y esas reformas que cada vez se hacen más necesarias siempre que existan los artífices competentes y el consenso necesario para las mismas. Parte de la clave del éxito de entonces, es que la política tenía sentido de Estado, escuchaba a la sociedad y estaba a su servicio, frente a la clara desafección de hoy, que sitúa a los partidos políticos en la segunda preocupación de los españoles según las encuestas del CIS, aupando a los populismos y al voto protesta antes que el de la ilusión.

Pero sobre todo, me gustaría también valorar cómo éramos entonces, y cómo hemos cambiado a grandes rasgos. Eramos maestros de la ironía en una sociedad de silencios y tutelas; catedráticos del esfuerzo y del ahorro, y aprendices de casi todo ante un mundo que llamaba a nuestras puertas sin complejos. Sociológicamente había menos mayores, pero más integrados. Más hijos y menos rupturas matrimoniales, entre otras cosas porque el adulterio era delito y el divorcio no llegaría hasta la reforma Fernández Ordóñez del año 1981. En desarrollo económico y bienes materiales hemos progresado muchísimo, y nadie cambiaría su coche de hoy por el Ford Fiesta o el Simca 1200 de entonces. Ni su smartphone por la cabina de la esquina.

La vida era más simple, en blanco y negro. Hoy la vida es más plural y más compleja. Y pese a la pluralidad, el pensamiento totalitario de todo signo se abre camino hoy entre extensos sectores de la población. Hemos pasado de la sociedad de la esperanza a la sociedad de la crispación. Antes la gente era más paciente, sería tal vez porque no había whatsapps, frente a la sociedad de la inmediatez y de lo instantáneo. Y, en general, también era más respetuosa, frente al insulto gratuito hoy de las redes sociales. Era más cooperativa y menos competitiva. Hoy nos aguantamos bastante poco, somos más intransigentes y más agresivos. Vivimos con los mayores niveles de ansiedad y depresiones de nuestra historia, y más suicidios que nunca. La globalización y la revolución digital han transformado no solo las relaciones económicas, también los modelos de sociedad y la escala de valores de la misma. Nos hemos cosificado de la mano del neoliberalismo desbocado. Y fue en aquél contexto, donde generamos una Constitución que nos ha servido para convivir cuatro décadas, pero que hoy sería impensable consensuar. Deberíamos de mirárnoslo todos, tanto si quienes tienen altas responsabilidades levantaran la mirada a más largo plazo, como si los ciudadanos fuésemos capaces de desechar toda la basura mediática y manipuladora que nos llega, y nos pusiéramos a discernir y exigir qué mundo queremos para el futuro de nuestros hijos.

* Abogado y mediador