Creo que lo que se está viviendo en Cataluña se debe también a una fiebre de época. No digo que sea la causa principal, pero sí que transcurre como un magma, durmiente y al acecho, debajo de los pasos agitados, más como una corriente subterránea que como una conciencia. Tratemos por un momento de mirar a nuestro alrededor por encima de las voces y de las resonancias, de los nombres cansinos que castigan el tímpano y las ganas escasas de leer cualquier información relativa al procés. No, hablemos hoy de la gente. Hablemos de nosotros, dentro y fuera de Cataluña, dentro y fuera de España. Dentro y fuera de Europa. Si determinados mensajes han podido alcanzar el eco necesario en semejante extremismo, su pasión erizada de la sangre en la mesa, en la parrilla de la realidad, con la destrucción a flor de piel y en la polaridad como única respuesta, si han calado tan rápido y tan hondo en una parte, al menos, de la población, no siempre podremos culpar a los voceros, a los manipuladores, a los usurpadores de cualquier verdad. También está la gente, siempre está la gente: y no parece extraño razonar que determinados eslóganes, determinados discursos, en otros momentos de nuestra historia más o menos reciente no habrían podido encontrar semejante acomodo, ni siquiera en la aparente minoría que ahora grita y rasga cualquier aire templado de la tarde, que parece dispuesta y entregada a la idea redentora de inmolarse o ganar. No, la aventura ha encontrado el eco suficiente para continuar. Por una vez no hablemos de los nombres, insisto, sino del público que parece encantado de ser dirigido desde estos púlpitos de la identidad y la formación de un espíritu nacional.

No es sólo Cataluña. Pensemos en el Brexit y en Escocia. Pensemos en uno de los asuntos principales de la desconexión -que no fue- entre Escocia y Reino Unido: que los escoceses no querían verse fuera de la Unión Europea, y ahora, con el Brexit, deben revisar las condiciones de aquella no separación, de su continuidad en el marco común. Alguien podrá decirme, y tendrá razón, que todas estas derivas independentistas se han ido labrando desde hace tiempo, y también entre muchos: Escocia, Irlanda, Cataluña, Euskadi, tanto como el sentimiento de alejamiento insular del Reino Unido, a pesar de haber protagonizado y sufrido el germen de resistencia ante el nazismo que dio lugar a la UE. Pero pienso en la disgregación, pienso en la fragmentación, en este azuzamiento que sufrimos de unos contra otros, de extremismos, de enfrentamiento, de necesidad de ubicarse únicamente en una trinchera o la de enfrente, y me pregunto si este tinglado cutre y terrible, tan gris como ominoso, habría sido posible en otras circunstancias, con otras sociedades, o sin una crisis económica brutal que nos hubiera dejado los sueños colectivos y los individuales a la altura del lecho nauseabundo de un estercolero. Pienso en otros instantes: pienso, por ejemplo, en el final del franquismo. Pienso en los primeros años de nuestra democracia y me da la sensación de que la gente estaba más por tolerarse, por hacerse más fuerte, acompañada y libre en su diversidad. Por unirse.

Creo que nos hemos vuelto animales tan individualizados que la república independiente de tu casa se convierte en un lema publicitario que nombra con acierto nuestro aislado vacío. Pienso que la crisis no ha sacado lo mejor de nosotros, sino una especie de furia que gastamos en las redes sociales, cabreándonos con todo, criticándolo todo como inquisidores del presente, persiguiéndonos con no pocas contradicciones y encontrando mil razones para radicalizarnos y escupirnos en la cara nuestras diferencias.

Creo que en otros tiempos hemos sido mejores. Creo que somos más pobres de espíritu y de luz. Que un discurso no ya secesionista, sino totalitario, en el que se comienza a apuntar con dianas cada vez más visibles a los posibles partidarios del no, muchos amedrentados y silentes, un discurso en el que Juan Marsé es un renegado por no apoyar el procés, en el que se amenaza el comercio de los padres de Albert Rivera, en el que si no eres independentista te conviertes en facha españolista, un proceso en el que no se ofrece ningún escenario posible a los partidarios de seguir siendo españoles, sin protegerlos jurídica y socialmente, no habría sido posible en otras épocas: porque la gente había sufrido y era más sensata y solidaria, porque se leía más. Ahora sólo sabemos agarrarnos por las solapas, y nadie habla del día siguiente a la rotura.

* Escritor