Mi amigo y colega Fernando Arcas coordinó una investigación sobre la memoria de la guerra civil en Málaga basada en entrevistas con quienes eran niños y jóvenes en aquella coyuntura. Allí escribía: «La memoria es un material sensible, pero al mismo tiempo de valor inestimable para acercarse a los sentimientos humanos ante las catástrofes de la historia como las guerras o las dictaduras y sus efectos dolorosos más personales e íntimos como los que producen la reclusión, la tortura, el miedo, la cárcel, el desamparo, la humillación, el escarnio, el hambre o la pérdida de seres queridos». Algo de eso tiene la historia que he conocido por los testimonios de quienes eran niños en Cabra durante la guerra. Son los descendientes del matrimonio formado por Francisco Moral Barranco y Antonia Valle Castro, que tuvieron diez hijos, cinco varones y cinco mujeres, la menor de las cuales, Rosario, nació en 1937 en circunstancias singulares.

Al producirse el golpe de estado de 1936, Francisco Moral huyó de Cabra junto a un amigo, fueron descubiertos por la denominada milicia cívica y fue herido, consiguió esconderse y volver a su casa gracias a la ayuda de su amigo (el cual sería fusilado días después). Francisco fue atendido por su familia de una herida de bala en el muslo, a partir de ese momento viviría escondido a lo largo del conflicto bélico, y desde entonces sus hijos, cuando hablaban con él, o al comentar en la calle vivencias de su casa, lo llamarían ‘chache’. Pero Antonia Valle quedó embarazada y entonces surgieron los rumores en el pueblo, de modo que hubo quien la insultó, también se comentaba que se había acostado con los soldados italianos a cambio de comida, y sobre todo algunos sospecharon que el marido había vuelto. Así fue cómo un día un grupo de falangistas se presentó en su casa para que les dijera dónde estaba Francisco, uno de ellos incluso llegó a amenazarla con una pistola, pero la mujer le respondió con frialdad, y sin duda también con valentía: «Ve a buscarlo al frente». Mantuvieron la casa vigilada durante las noches, y a la mujer la amenazaron con cortarle el pelo, pasearla por las calles del pueblo y darle aceite de ricino. Sin embargo, toda la familia se mantuvo unida, salió adelante en condiciones muy adversas y sobrevivió a las dificultades, incluso tras el final de la guerra, momento en el que el padre seguía escondido. Del relato que algunos de los hermanos han elaborado de lo vivido en aquellos años cabe resaltar cómo conseguían por distintos medios lo imprescindible para alimentarse o los trabajos que tenían que hacer desde muy pequeños. La familia vivía en una calle próxima a lo que en la actualidad es en Cabra el parque de La Tejera, entonces un espacio abierto con un arroyo donde se vertían escombros y basuras, y uno de los hermanos cuenta que allí encontraron un día la cabeza del busto que había en la plaza de abastos dedicado a Mariana Pineda, que lo llevaron a casa, pero que su madre les ordenó tirarlo para evitar problemas. (Por cierto, no estaría de más recuperar la efigie de la liberal granadina, máxime si tenemos en cuenta que ahora, más o menos donde ella estuvo, hay una imagen de la Inmaculada).

A comienzos de los años 40, una enfermedad de Francisco obligó a llamar al médico y por tanto se supo que había estado escondido, por fortuna no tuvo problemas, pero la familia había perdido ya demasiadas cosas y acabaría emigrando a Cataluña, como tantos otros. Hoy, su hijo Fernando, que es quien me ha dado conocer esta historia, no tiene rencor, ni manifiesta ningún deseo de venganza, pero quería que se conociera el sufrimiento y la valentía de su madre, que de algún modo se le resarciera en su pueblo de los insultos y de los ataques sufridos en aquel tiempo de odio que se vivió en España en 1936.

* Historiador