Es una epidemia de la que nadie se salva, ni en el mundo real ni en las redes: mis amigos desparraman el contenido de sus armarios sobre la cama y se despiden una por una de sus camisetas, agradeciéndoles que les hayan permitido llevarlas. Se preguntan si sus bragas, sus pantalones o sus calcetines de rayas les hacen felices. Llenan bolsas de basura con prendas de ropa que a los pocos días echarán de menos. Hacen fotografías de sus cajones ordenados «por categorías» y las suben a Instagram.

Se lo deben todo a la japonesa Marie Kondo, la nueva gurú del orden mundial, y a la serie de ocho capítulos que ha trasladado a Netflix las enseñanzas que ya divulgó en un par de libros superventas. No es que esta chica sea una visionaria: es que ha exportado las tradicionales ideas japonesas de orden, armonía, limpieza y austeridad que son la base de la convivencia de los nipones.

Es una manifestación más de la ridícula nipofilia que invade esta parte del mundo. Comprensible, porque la japonesa es una cultura fascinante, pero ridícula igualmente. El orden, vaticino, durará más bien poco. Hablo por experiencia propia, porque ya seguí el método Kondo cuando salió el libro, hace muchos meses. Luego eché de menos lo que había eliminado con tanta convicción y regresé a mis viejos hábitos (es decir, al caos moderado que me acompaña desde siempre).

Con el libro me pasó igual que con la serie. Mandé a su autora a la mierda tras el capítulo en que me ordenaba desprenderme de toda mi biblioteca y quedarme solo con una treintena de libros. Tenía que preguntar a cada ejemplar si me hace feliz. La posibilidad de que me haga feliz estar rodeada por 8.000 volúmenes (perfectamente ordenados alfabéticamente) no se contemplaba. Es probable que la señora Kondo, tan risueña, tan inquietantemente artificial, no haya experimentado jamás ese tipo de felicidad. Hay que recordar que Japón nos fascina, sí, pero que es uno de los países con más suicidios del mundo. Tal vez no todo depende del orden y la limpieza.

* Escritora